No hace falta que vaya muy
lejos. Con alzar levemente la mirada descubro los plátanos, los castaños de
indias, un olmo negro, dos centenarios cedros del Líbano, la punta de la lanza
de algunos cipreses, y otros árboles por desgracia y por mi desconocimiento, anónimos
o de nombres que me suenan vagamente y no quiero citar por no errar.
Todos son árboles. Todos son hermosos. Todos son
distintos. Todos son imprescindibles.
Así también los humanos.
Así también los artistas.
Así también los poetas y los poemas.
Leo y leo en la desmesura inabarcable de la red o
de los libros y casi siempre hay algo que me llama la atención. Algo hermoso. Algo
necesario, aunque no imprescindible, y que si no se hubiera dicho por esa
poeta, por ese poeta, probablemente nadie más lo diría.
Todos necesarios. Todos útiles. Todos hermosos. Nadie
(o casi) imprescindible.
Y lo mejor de todo es que el castaño de indias, no
pretende ser cedro del Líbano o ciprés, ni esos árboles pequeñitos que
plantaron en la mediana de la avenida (me parece que les llaman cerezos
japoneses, pero no estoy nada seguro) aspira a la altura del plátano de la
esquina. Cada uno a lo suyo y todos a lo mismo: árboles, árboles.