Cómplices

Lunes, 6 de febrero de 2012


Hemos estado esta tarde en una librería buscando un libro para un regalo. Uno, en realidad, acompañaba y cuando era requerido daba opinión.
Durante un buen rato, he curioseado volúmenes y volúmenes y volúmenes de libros: novelas, ensayos, libros de viaje, libros de recetas, diarios, clásicos, contemporáneos, de mi gusto de mi disgusto, infantiles, poesía, testimonio, autoayuda, de arte, best sellers…
Y la pregunta era la misma. Uno de los grandes milagros es que alguien escoja el libro de uno. Por allí, camuflado, he descubierto un ejemplar de Versos como carne.
Se habla y se dice y se pregona y se proclama a bombo y platillo que Internet es el camino para salir del anonimato, para dar a conocer tu obra…
En sentido estricto así es. Uno, sin saber muy bien cómo, va teniendo personas que le siguen, que le leen…, y esto también es un maravilloso milagro. Incluso, algunas de ellas, de modo fiel, abnegado, sin desmayo. ¿Y no se cansarán de mi palabrerío incesante?
Como mejor me lo paso, una vez que he dado al icono del escritorio de mi ordenador que me abre la puerta de esta Red inabarcable, es leyendo otros blogs. Mucho mejor que en el FB o en Twitter. Aunque haya que estar, aunque de hecho esté.
Pero toda esta actividad, en el fondo, va creando una adicción que se traduce en tiempo. Siempre es el tiempo la verdadera moneda a pagar. Y fundamentalmente tiempo que se roba a la escritura.
He leído esta mañana un artículo en el que se reflexionaba acerca del verdadero trabajo del escritor. Algunas veces tengo la impresión que por decir que soy escritor (aunque sea aficionado, etcétera) aquí, allá, en el otro sitio, lo soy más. Y ese quizá sea el gran error. La trampa que me han tendido, la trampa en la que he caído. Dicho de otro modo: la velocidad se demuestra andando.
Quizá haya que responder primero a una pregunta previa, ¿qué se pretende al ser o declararse escritor: publicar, vivir de ello, ganar dinero, fama, prestigio, amigos, influencias…, escribir?
Ergo…
Porque la escritura, al menos en un porcentaje muy elevado, es tiempo de silencio y soledad, de reflexión, de lectura de otros libros o de otras publicaciones o de otras informaciones, la atenta grabación mediante la capacidad de observación de cuanto sucede a nuestro alrededor, porque quizá mañana o en tres lustros esto que hoy has visto podrá ser usado de algún modo, destrozar mucho de lo escrito, tachar, enmendar, recapitular, dejar que las versiones reposen, juzgar en silencio la propia obra, esperar el juicio de los primeros lectores que accederán a la obra mucho antes de que llegue a una librería, en el extraño caso de que alguna vez haya de llegar a ella…
Sólo después, quizá, cuando esa obra se agazapa en alguna estantería de las librerías, pueden justificarse otras acciones. Entre tanto, creo que me conviene un hondo replanteo de mi tarea, una distribución más inteligente de mi tiempo.
Marián dice, y dice bien, que tengo fuerza de voluntad y soy disciplinado. De una vez por todas he de actuar con un poco de coherencia.
Y a pesar de todo ello, es imprescindible tener claro que en el mejor de los casos (y salvo los amigos o quien vaya a tiro fijo), será un milagro que alguien, curioseando en una librería, se lleve un ejemplar de aquel libro con el que tanto disfrutaste mientras lo escribías y que tanto esfuerzo y tiempo te llevó…