Cómplices

Viernes, 17 de febrero de 2012


Tiene que existir, a la fuerza, una perspectiva que nos muestre un claror de luz entre tanta oscuridad. Alguien debería proclamar la esperanza en mitad de tanto desasosiego.
Leo, veo o escucho aquí y allá noticias que hablan de dolor, muerte, destrucción, perversión de los valores humanos, explotación del ser humano…
¿Por qué todos los medios de comunicación sólo ofrecen el miedo a un futuro incierto como alternativa al mañana? ¿Por qué este devastador recuento de desgracias que sólo tienen que ver en nuestro entorno con el dinero, con su dinero, con esa economía que se inventaron como única alternativa al verdadero progreso humano? Vivir en el miedo impide que soñemos, como he leído en algún lugar. Asustarnos es el mejor arma que existe para domeñarnos, para domesticarnos como se hace con los caballos libres.
Cada día me parece más evidente que nuestro problema europeo, además de demostrar nuestra ceguera y atroz egoísmo con los verdaderos sufrimientos y problemas de la raza humana que se asientan en África, parte de Asia o de Latinoamérica y en muchos de nuestros suburbios, es una verdadera guerra, una guerra que se lleva orquestando desde hace varios años.
Quizá no hayan entrado los ejércitos en escena (todavía), pero la cuestión está clarísima: la llamada sociedad del bienestar a la que se aspiraba en Europa es un peligro para mantener el equilibrio de fuerzas en el mundo capitalista. Y decir esto sólo significa una cosa: cuanta más igualdad real de oportunidades haya, más probabilidades existen de que las familias o lobbies donde anida el poder real pierdan semejante ubicación.
Han sido capaces hasta de montar un nuevo entramado económico en un par de décadas para que todos creamos que lo que realmente importa es la deuda.
(Santa Deuda Perpetua, ora pro nobis, Santa Deuda Soberana, perdona nuestros excesos, Santa Deuda de Europa no aflijas más nuestros corazones.)
Tiene que haber alguien que recapacite, alguien que sea capaz de virar la dirección de los acontecimientos. La inmensa mayoría de habitantes del Planeta (incluyendo en este grupo casi todos los políticos que son peleles inarticulados y manejados por esos lobbies y familias) seríamos sólo hace cien años, mano de obra barata, animales de carga de los que únicamente interesaba la fuerza de nuestra musculatura; animales cuya esperanza de vida apenas sobrepasaba los cincuenta años (los que cumpliré este año si algo no lo impide), animales que, sin saberlo, ya se estaban preparando para morir en la I Guerra Mundial. 
Allí nos quieren remitir nuevamente.
¿Nadie se percata de que hay palabras que parecen haber decapitado en los discursos o en las informaciones? ¿Nadie se se da cuenta de que hay ideas cuya sola mención puede significar cárcel para quien las esgrima?
Es recurrente, por ejemplo, enarbolar la palabra trabajo como quien arroja un salvavidas al que está apunto de morir ahogado, pero se omiten detalles que parecen insignificantes, y que podrían agruparse entorno al concepto dignidad.  Mensaje que nos repiten cada hora, cada minuto: el trabajo es el bien al que debemos aspirar, porque allí está la felicidad. Falacia, perversión, hipocresía, pura demagogia. El trabajo no es un fin, es el medio por el cual podemos aspirar a vivir como se le supone (¿o suponía?) la vida al ser humano.
Es también un martillo pilón sobre nuestros oídos, escuchar frases que hablan de la necesidad de recortes y sacrificios, pero, casualmente, los recortes entran a saco justamente allí donde las clases medias y las clases bajas (cada vez más bajas ambas) pueden encontrar un sendero hacia esa igualdad de oportunidades, hacia ese bienestar que han definido a Europa desde el final de la II Guerra Mundial. Porque atacar a la educación y a la sanidad públicas del modo en que se hace desde todos los gobiernos es como cortar un ala a una golondrina. Eliminar, en nombre de Santa Deuda Soberana, apoyos a quienes más sufren, es ahorro por doble vía, la primera es evidente, pero hay otra, más perversa aún, porque al eliminar estas ayudas se está acelerando el camino hacia los cementerios o los crematorios.
Quieren a Europa como la hermana clónica y servil del estilo de vida norteamericano, donde siempre ha imperado la ley del más fuerte, uno de los lugares del Planeta donde la vida humana menos vale o significa, a pesar de que entre los norteamericanos hayan nacido algunos de los más preclaros defensores de la libertad, el progreso y los derechos humanos…
Alguien tiene que haber capaz de enarbolar la bandera de Europa, la bandera del ser humano. Quizá si fuéramos capaces de rescatar los verdaderos valores de nuestra especie, eso que los pragmáticos y muchos científicos de pacotilla califican como inútil, podríamos encontrar la salida, antes de llegar a la cresta del precipicio.
Creemos a nuestro alrededor redes de humanidad. Una vez resueltas las necesidades más animales o biológicas, realmente no es tanto lo que necesita un hombre para vivir. Quizá por ahí se podría empezar. Retornar a la sencillez, potenciar lo que nos hace más humanos y no atentar contra esta casa que aún nos acoge, que aún no es un ataúd en traslación alrededor del sol.
Miro con dolor (y cierto miedo) lo que sucede en Atenas y de inmediato recuerdo a Platón o Aristóteles o a Parménides o a Heráclito o a Homero o a Pericles…
Resucitar el humanismo (eso que se desprecia en los planes de educación y en la sociedad porque no sirve para nada) es la única salida que veo. Obsérvese que no califico a ese humanismo, porque lo que importa es ubicar de nuevo en el centro de la historia y de su destino al ser humano. 
Somos nosotros la estrella alrededor de la debe girar y debe servir el dinero, y no a la inversa. No es el dinero el dios a quien hemos de adorar, y si ello fuera preciso entregar nuestra vida como sacrificio agradable a su rostro, o al de Santa Deuda Perpetua, Santa Deuda Soberana de los afligidos…