Pensar en la
muerte, propia o ajena, habitualmente no ocupa la mente, al menos la de personas
normales. (Entendamos normal en el sentido de mayoría, no en otras acepciones).
A veces me da por creer que somos demasiado
superficiales al haberla expulsado de nuestros pensamientos. Tan lejos, que parece
el gran tabú de esta civilización. Sin embargo, en otras ocasiones intuyo que
es inevitable y profiláctica esta amnesia temporal, pues, de lo contrario,
sería casi imposible una vida sosegada y con ganas de ser vivida. Sabemos que
la muerte es el destino inevitable, pero tenemos la vida, y mientras ella nos
ocupe, tenemos el derecho de vivirla en plenitud. Más aún, según José Luis
Sanpedro, tenemos el deber de hacerlo.
En ocasiones, sin embargo, las
circunstancias (aunque se trate de una película) obligan a situarnos ante esta
realidad.
Lo lastimoso (y no me refiero al argumento
concreto de Los descendientes) es que
sólo ante una situación límite la mayoría de humanos reaccionemos y
descubramos, o re-descubramos, lo que realmente importa, lo que realmente es
necesario, aquello que nutre a la existencia de su verdadero sentido, esos
cimientos sobre los que se deberían edificar el resto de las labores,
ilusiones, anhelos y sueños.
Es triste (porque en teoría todos los
sabemos, o deberíamos saberlo) que en demasiadas ocasiones sólo la visita
de la muerte, o de alguno de sus familiares más próximos, nos haga comprender el
verdadero significado de la palabra vida.
Y lo peor del asunto es que mañana mismo, o
en unas pocas horas, se nos olvidará, y retornaremos a pensar que somos
eternos, invulnerables a su acción inapelable, porque eso significará que
hemos olvidado en dónde habita el verdadero sentido de la vida.