Cómplices

Viernes, 3 de febrero de 2012


Pensar en la muerte, propia o ajena, habitualmente no ocupa la mente, al menos la de personas normales. (Entendamos normal en el sentido de mayoría, no en otras acepciones).
A veces me da por creer que somos demasiado superficiales al haberla expulsado de nuestros pensamientos. Tan lejos, que parece el gran tabú de esta civilización. Sin embargo, en otras ocasiones intuyo que es inevitable y profiláctica esta amnesia temporal, pues, de lo contrario, sería casi imposible una vida sosegada y con ganas de ser vivida. Sabemos que la muerte es el destino inevitable, pero tenemos la vida, y mientras ella nos ocupe, tenemos el derecho de vivirla en plenitud. Más aún, según José Luis Sanpedro, tenemos el deber de hacerlo.
En ocasiones, sin embargo, las circunstancias (aunque se trate de una película) obligan a situarnos ante esta realidad.
Lo lastimoso (y no me refiero al argumento concreto de Los descendientes) es que sólo ante una situación límite la mayoría de humanos reaccionemos y descubramos, o re-descubramos, lo que realmente importa, lo que realmente es necesario, aquello que nutre a la existencia de su verdadero sentido, esos cimientos sobre los que se deberían edificar el resto de las labores, ilusiones, anhelos y sueños.
Es triste (porque en teoría todos los sabemos, o deberíamos saberlo) que en demasiadas ocasiones sólo la visita de la muerte, o de alguno de sus familiares más próximos, nos haga comprender el verdadero significado de la palabra vida.
Y lo peor del asunto es que mañana mismo, o en unas pocas horas, se nos olvidará, y retornaremos a pensar que somos eternos, invulnerables a su acción inapelable, porque eso significará que hemos olvidado en dónde habita el verdadero sentido de la vida.