Cómplices

Domingo, 25 de marzo de 2012


Ahora mismo, casi media noche, la ciudad vuelve al silencio, a la rutina, casi a la modorra.
Han sido unos días especiales por unas cuestiones o por otras.
Pero lo que a mí me importa es que han sido un par de días para el reencuentro de la amistad, para paladear ese sabor especialísimo que tienen esos momentos.
Hemos recibido la visita de dos buenas amigas que ha retornado desde lugares bien lejanos de estas tierras, para disfrutar con la pintura de mi hermano y de los versos de un grupo de poetas que se han dado cita en la ciudad para celebrar la poesía, en el comienzo de la Primavera.
Quizá sean motivos extraños para muchos, pero son suficientes para nosotros, y es que a veces las fechas cuadran de una manera misteriosamente extraña. Varios miles de personas también han decidido que merecía la pena desplazarse hasta Segovia para correr o acompañar a quien corría la media maratón. Quizá tampoco parezca un motivo suficiente.
Cuando uno se siente cómodo y a gusto con lo que hace, el tiempo parece que vuela o se evapora. Ya sé que se trata de una cuestión subjetiva, pero es irremediable esa sensación. La intensidad de estas tres jornadas ha sido especial, como de horno donde se cuece el pan, donde la levadura fermenta la masa. Quiero decir que no se trata de lo mucho o poco hecho, sino de la mera presencia, de las conversaciones sosegadas, de las risas, de los silencios compartidos.
Contemplar como la luz que irradia la pintura de mi hermano se adentraba en sus miradas hasta la emoción, escuchar los versos de Juan de Yepes en la voz grabada de Amancio Prada, hollar los mismos senderos que él pisó hace tantos siglos, oír con atención los poemas de los poetas o las melodías interpretadas por el dúo de Pablo y Miguel Ángel, compartir la caída de la tarde junto a viejos y nuevos conocidos es razón más que suficiente, no sólo para justificar estos días, sino para enmarcarlos en el recuerdo.
En lo más estrictamente personal, han sido días para la contemplación, para seguir comprendiendo que la verdadera alegría llega, o se aproxima, cuando uno admite que no es alguien distinto de quien es y labra su surco, no el ajeno.