Amanece el domingo con ganas de
lluvia, y sería bueno, incluso hermoso, que estas gotas cansinas que ahora
humedecen a trechos el pavimento, no se quedaran solas en su paseo, y fueran
acompañadas por muchas de sus hermanas.
Y dado que surge así el primer párrafo podría hablar
de la miopía urbanita, aunque se trate de una urbe tan pequeña como Segovia, que
con frecuencia pierde la perspectiva de lo que importa… Pero se trataría de una
divagación que poco tiene que ver con las emociones que aún palpitan con avidez
dentro de mí.
¿O no tanto?
Y es que las últimas dos jornadas, han sido como
una recarga de baterías que ya iba siendo necesaria. En realidad la semana
completa ha sido algo así, una ingestión de vitaminas para el alma, quizá —como
un miope urbanita— se había perdido en sus propio anodino ritmo, olvidándose de
los ciclos importantes… Es como si me hubiera faltado algo de lluvia, como si
mi embalse ya anduviese bastante escaso y aún no me hubiese percatado, aunque
alguna señal ya había percibido uno.
De los días de la semana pasada he dejado rastro en
estas páginas, esos encuentros entorno a la amistad y los versos (incluso los míos
—cada vez que recuerdo mi lectura en casa de Elvira Daudet con su atenta
escucha y la de Paloma—, me pregunto por las razones de mi suerte, por qué este
privilegio).
Por ello ahora me centro en estos dos últimos días,
cuando la intensidad de la emoción ha encontrado un diapasón más tranquilo,
una zancada que ya no es galope, sino trote tranquilo que me ha de llevar
lejos, o eso espero.
La exposición de Mariano está siendo en sus
primeros días un gozoso momento de reencuentros, de los que me estoy
aprovechando con avidez para recargar los acuíferos de mi interior.
Hace seis estaciones, en el principio del otoño de
2010, cuando mi hermano colgó en los muros del Colegio de Arquitectos su
anterior exposición segoviana (luego ha habido otra en Tenerife que no pude
ver, aunque conozca parte de la obra expuesta), ya pasó algo similar; pero no
fue tan intenso, quizá porque mi propia situación personal era diferente, y no
había tanta sequía.
Sin embargo en este final del invierno de 2012, la
cosa es bien distinta…
¿Influirá en algo el uso de las redes sociales, de la informática en general?
Es incuestionable. Sin ellas quizá algunas de estas personas no habrían llegado del mismo modo. O sí. No lo sé, lo que sé, y puedo constatar, es que ellas lo están facilitando, y están consiguiendo trazar una especie de autopista que consiste en acortar la distancia física. Cada uno vive su trato con Internet como quiere, es evidente, pero a mí me sirve (o quiero que me sirva) para que se puedan mantener amistades, como se mantienen con quienes habitan tu propio entorno.
¿Influirá en algo el tema genérico, y el modo potente de exponerlo, que recorre toda
la exposición, como un hilo que sirve de hilván a cada uno de los cuadros y
pequeños objetos que llenan sus salas?
Estoy seguro. Es más, creo que es la razón más
importante, la razón sin la cual el resto de condiciones no pueden desembocar
en lo que están desembocando. La razón que viene a completar el punto de arranque.
Uno cuando accede a la sala de las Caballerizas del
Torreón y comienza a contemplar la obra que viene trabajando desde octubre del
año pasado, se topa con muchas cosas, pero todas ellas —a poco sensible que se
sea, y a poca vida que se haya vivido— conducen a desnudarnos de vanas
etiquetas, a plantearnos las cuestiones que realmente importan, aquellas que
tienen poco o nada que ver con el ritmo cotidiano que es tan necesario, pero a
la vez tan absorbente… Y al sentirse interpelado por estas obras uno comprende
dónde está lo importante, dónde está lo esencial; y, a continuación, sucede el
prodigio, está sucediendo el prodigio, se desanudan los marasmos, se diluyen
los grumos de tierra, y fluye el agua, de pronto, las conversaciones tienen que
ver con algo que habitualmente no transita a través de nuestros labios, pero a
todos de un modo u otro nos ocupa el corazón.
A mí me emociona mucho recorrer la exposición. Ya lo
he hecho cuatro o cinco veces, y van a ser muchas más. El impacto que me
produjo la primera, casi en soledad, será irrepetible, pero cada uno de los
recorridos me ha hecho descubrir algo nuevo, un matiz que, como un regalo,
procuro atesorar.
Sin duda el más importante es hacerlo junto a otros
ojos. En este caso los de mis primos, y pronto han de ser los de los amigos que
ya espero. Y el encuentro con nuestros primos (el viernes por la tarde, ayer sábado)
ha sido esa lluvia tranquila, densa, fina, la que llena despacio los
manantiales, la que se cuela profunda y tranquilamente por los surcos de los días,
la que terminará enriquecida llegando a mi embalse.
Y también sucede que asistir a este paseo junto a
alguien que es —y repito sus palabras— una página en blanco respecto de la obra
de mi hermano, ya que la desconocía totalmente, sirve para comprender hasta qué
punto todas estas intuiciones o sensaciones antedichas, no son fruto sólo del
cariño, que es el grado más alto de subjetividad, ya que es la perspectiva
menos objetiva que existe.
No se trata aquí de desvelar lo que a mí no me
compete, pero ante determinadas obras casi unánimemente se producen reacciones ajenas
a la indiferencia, y limítrofes a la honda emoción. Y quizá sea éste el baremo
básico para establecer la calidad artística de una obra.
Y después, como recién salidos de un baño
purificador, o saciada la sed de dentro, surge la fiesta, esa alegría que
produce el encuentro, el reencuentro y las horas pasan sin sentir, espléndidas.
Recorrer algunas calles de la ciudad, abrazar con
los pies los senderos de la Alameda camino del Monasterio donde tantos
recuerdos sobrevuelan y se ciernen entre los hermosísimos recovecos de las
estatuas de alabastro o las de madera policromada, sirve para rematar una
jornada especial, muy especial, densa, muy densa.
No va a ser la única. Y al igual que vivo con
intensidad los momentos delicados y complejos, dejadme que viva con el mismo
vigor estos días... y espero que no os aburra mucho que os lo siga contando...