Cómplices

Lunes, 5 de marzo de 2012



El sábado pasado, durante la visita guiada a El Parral, quien nos explicaba pormenores históricos y artísticos de este lugar paradisiaco, respondiendo a una pregunta que le hice, habló de la hospedería. Sigue funcionando —únicamente para varones— y la estancia máxima permitida es de una semana. Afirmó que casi nadie aguantaba tanto tiempo. Con sorna comentó que El Parral batía todos los récord de enfermedades familiares, puesto que lo habitual es que después de un par de días, el huésped reciba una llamada alertándole de una grave enfermedad de algún familiar que requiere su inmediata y urgente presencia.
Como insinué ayer, la visita al lugar llevaba una carga de emotividad muy fuerte para algunos de nosotros. Para unos más que para otros. En mi caso, además (y es de lo único que hablaré) se une un deseo o un sueño o un proyecto que quizá ya no seré capaz de cumplir.
Mientras escribo estas líneas, escucho canto gregoriano, no hay mejor ambientación posible.
En mi novela más fallida de todas las novelas fallidas que tengo escritas, Cual crujido de hoja seca, uno de sus personajes —no el principal— decide huir a un monasterio, porque necesita poner en orden su vida. En los dos capítulos (creo que son dos, no estoy ahora mismo seguro al cien por cien) que transcurren en este lugar —trasunto del Monasterio de El Parral— el joven encuentra como solución para su vida iniciarse en la vida monástica. Sé que es algo poco creíble para la mayoría de personas de esta sociedad, incluso a mí mismo me parecía la parte más floja de la novela, por la excesiva carga de supuesta moralina que, en apariencia, transitan por sus líneas. Sin embargo, el transcurso del tiempo me demostró que no era así. Que estas cosas sucedían y suceden y mucho más cerca de lo que parece.
Nunca he tenido un sentimiento similar para mí mismo, pero siempre he pensado que para acabar un proyecto literario de cierta envergadura, éste sería un lugar perfecto, pues sería ajeno al mundanal ruido, que diría Fray Luis. Y saber que lo tengo tan cerca —apenas media hora de tranquilo paseo desde mi casa, quizá algo menos— ha sido una pequeña tentación que he acariciado en más de una ocasión.
Por ello me extrañaron las palabras de este hombre. (¿Sería un fraile? No llevaba el hábito correspondiente, pero su indumentaria apuntaba al tipo de ropa que uno puede usar para trabajar en la huerta, por ejemplo; además su enjuto físico, esa mirada especial, algunos gestos, me obligan a suponerlo). Sin embargo, la explicación posterior que dio, me convenció.
En muchas ocasiones decimos (digo) que el silencio es primordial para seguir con esta tarea. El silencio es un bien que muchas personas de esta sociedad desean (deseo), quizá porque el atronador ruido de nuestras sociedades nos desquicie (me desquicie). Sin embargo, pasados las primeras horas de mudez, cuando el sonido que viene desde fuera de nosotros se reduce al canto de los pájaros o el murmurio del agua o al sonido de las campanas, quizá el canto de los monjes (un canto hoy día poco sugestivo, pues la comunidad está en horas más que bajas, críticas), o al eco lejano del runrún del tráfico urbanita, comienza a emerger del interior nuestro propia verdad, esas voces a las que antes o después hemos de enfrentarnos. Vivir el silencio es vivir en plenitud con uno mismo y conversar de tú a tú, con ese que nos acompaña cada día, parafraseando a Machado.
Puedo intentar ejercitar la imaginación y suponer qué sería una semana de silencio conmigo mismo, viviendo junto a la comunidad de los frailes, compartiendo su ritmo vital (incluso, quizá, todos los actos litúrgicos —cosa que no es obligatoria, según me dijo—), y, la verdad, sólo pensarlo empieza a parecerse a una subida a una alta e intrincada montaña.
Se me hace difícil imaginarme un día sin radio, sin periódico, sin poder charlar con alguien —aunque no sea mucho—. Quizá este hombre tenía razón. Quizá para vivir en el silencio, haya que ser muy fuerte y estar en posesión de un gran equilibrio interno. Por más que me pase muchas horas al cabo del día en mis pequeños asuntos, reconozco que son unas horas, que no es todo el día.
Pero al mismo tiempo empiezo a sospechar que empieza a ser necesaria esta terapia, porque quizá ya va siendo hora de mirar a los ojos a quien conmigo va.