La cabeza no me da para mucho,
pero el corazón late aún con la temperatura de la emoción. Y hablar de emoción,
cuando se habla de arte, quizá sea una de las virtudes más importantes.
A pesar de que juego con ventaja, pues contemplo
con cierta frecuencia la evolución de la obra pictórica de mi hermano, esta
tarde noche he sido sorprendido por muchos cuadros que desconocía, cuadros con
una entidad y una fuerza a mi modo de ver sorprendentes, insospechados, ajenos
a cualquier moda, a cualquier voz.
Continúa impertérrito su tarea, impelido por una
poderosa voz interior que es la única que le va dictando el proceso, la evolución
de ese trabajo incesante y reflexivo, apasionado y honesto.
Y mucho más allá de las cuestiones técnicas, del
manejo del color, de los empastes, de la pincelada, de las perspectivas, de las geometrías, de
los volúmenes, de la sorprendente imbricación de lo abstracto con lo figurativo
en el mismo lienzo…, mucho más allá, está la emoción que transmiten la mayoría
de los cuadros.
Y eso que hoy no ha sido el mejor día para
contemplar la obra, como podrán asegurar los dos centenares largos de
asistentes al acto.
Me sigo quedando con el cuadro que me subyugó el día
que me llamó en silencio en el propio estudio del artista. Es casi un
sentimiento unánime el que produce esa obra, pero esa emoción llega en las
sonrisas tenues, insinuadas apenas de la serie de los arcángeles, poderosas
criaturas que rebosan paz y determinación, o con ese a modo de retablo que
ocupa una pared completa y que nos llama a sumergirnos en el corazón del
universo o del microcosmos, tanto da…
Podría seguir quizá, pero al final, terminaría por
repetir las mismas ideas. Lo fundamental, hoy no puede brotar de mis letras, lo
fundamental es el latido que transmite esa obra, ese conjunto de más de setenta
cuadros (en realidad son muchos más) y la pequeña porción de esculturas cerámicas
que se pueden contemplar en las amplias salas del Torreón de Lozoya.