En ciertas fechas parece obvio
hablar de algunos temas. Quizá por ello no lo hago habitualmente, aunque hoy me saltaré mi propia regla. A estas alturas del día —de la noche
congelada, pues la luna casi llena brilla en todo su esplendor—, se han dicho
tantas cosas, se han emitido tantas opiniones, se han establecido tantas
conversaciones, que lo que pueda decir al respecto, es decir, el día de la mujer trabajadora, será una
reiteración.
Simplemente comentar que me parece muy triste que
en el año 2012 de nuestra era, unos cuantos miles de años más después de las
primeras civilizaciones de esta humanidad, todavía andemos con estas
disquisiciones, sobre cuestiones que me parecen tan elementales.
El problema es que son necesarias. Y si lo son en
Europa, en otras partes del Planeta, excuso emitir algún juicio.
Miro a mi alrededor y todavía no entiendo por qué
las mujeres están en la obligación de reivindicarse. Lo diré de otro modo para
que se entienda bien a lo que me refiero, para que no se me malinterprete. No
entiendo cómo es posible que los varones de la especie, no hayamos
comprendido aún cuánto hemos perdido y seguimos perdiendo por haber orillado a las
mujeres al ámbito doméstico y, en el mejor de los casos, al entorno de la
educación de los más pequeños o la asistencia a los enfermos.
El afán reduccionista del macho humano es una
muestra —a mi modo de ver— de miedo, o una muestra maléfica de nuestra
insolidaridad más profunda con el cuidado de la prole. En el fondo, la
demostración de una psicología egótica e infantil. Es posible que estemos pensando que ellas, en general, son mejores que nosotros en muchas
cosas, salvo —y esto está por demostrar en cada caso—, la fuerza física. De ese
vigor muscular nos hemos valido a lo largo de la historia para argumentar y
demostrar nuestra supuesta superioridad. Y es bien sabido que quien usa como única
razón la fuerza, ha perdido toda la fuerza de la razón. Pero no ha sido sólo de
ese arma del que nos hemos servido, también lo hemos hecho del llamado instinto
maternal, que ha permitido apartarlas de los asuntos públicos, con argumentos
tan torticeros e infantiles que avergüenza recordar.
Todo, si se analiza un poco despacio, es ridículo. Creo
sinceramente que la civilización ha perdido la mitad de sus posibilidades. O más,
quién sabe. Es como si una persona, gozando de visión en ambos ojos, anduviese
por la vida con un parche opilando uno de ellos. O como si, poseyendo las dos manos,
viviera con una atada a la espalda permanentemente…
Ellas no son mejores que nosotros, ni peores. Ellas
son quienes necesitamos para que la humanidad avance definitivamente y se deje
de memeces que sirven para poco, excepto para acrecer el dolor, la muerte y la destrucción.
Porque, aunque pueda haber mujeres crueles e inhumanas, me resisto a creer que
ciertas cosas hubiesen sucedido con su presencia en los lugares donde se decidían
ciertas cuestiones.
Como escribía hoy Alena Collar en su bitácora, no
se trata de otra cosa que de comenzar con una educación lo más igualitaria
posible, en la que cada uno (sin que el sexo sea determinante para ello) aporte
a la sociedad lo mejor que tiene de sí. El sexo no tiene que ser una ventaja o
impedimento. El sexo simplemente es un accidente necesario, como el color de
los ojos, o la estatura. Construir el mundo teniendo en cuenta el punto de
vista de la mitad de sus habitantes, más que una injusticia (que lo es, quede claro, por si alguien aún lo duda), demuestra el grado
de estupidez de buena parte de la especie. Seguro que hemos perdido muchas
cosas por el camino.
¿Cuándo nos daremos cuenta? ¿Cuánto tiempo será
necesario que recordemos lo que es evidente: la mujer es igual al hombre, a
pesar —o gracias— a sus diferencias físicas?
Uno piensa que las diferencias físicas (evidentes y necesarias) son
nuestra riqueza, no las losas que hunden a la mitad de la población.