Cómplices

Jueves, 8 de marzo de 2012


En ciertas fechas parece obvio hablar de algunos temas. Quizá por ello no lo hago habitualmente, aunque hoy me saltaré mi propia regla. A estas alturas del día —de la noche congelada, pues la luna casi llena brilla en todo su esplendor—, se han dicho tantas cosas, se han emitido tantas opiniones, se han establecido tantas conversaciones, que lo que pueda decir al respecto, es decir, el día de la mujer trabajadora, será una reiteración.
Simplemente comentar que me parece muy triste que en el año 2012 de nuestra era, unos cuantos miles de años más después de las primeras civilizaciones de esta humanidad, todavía andemos con estas disquisiciones, sobre cuestiones que me parecen tan elementales.
El problema es que son necesarias. Y si lo son en Europa, en otras partes del Planeta, excuso emitir algún juicio.
Miro a mi alrededor y todavía no entiendo por qué las mujeres están en la obligación de reivindicarse. Lo diré de otro modo para que se entienda bien a lo que me refiero, para que no se me malinterprete. No entiendo cómo es posible que los varones de la especie, no hayamos comprendido aún cuánto hemos perdido y seguimos perdiendo por haber orillado a las mujeres al ámbito doméstico y, en el mejor de los casos, al entorno de la educación de los más pequeños o la asistencia a los enfermos.
El afán reduccionista del macho humano es una muestra —a mi modo de ver— de miedo, o una muestra maléfica de nuestra insolidaridad más profunda con el cuidado de la prole. En el fondo, la demostración de una psicología egótica e infantil. Es posible que estemos pensando que ellas, en general, son mejores que nosotros en muchas cosas, salvo —y esto está por demostrar en cada caso—, la fuerza física. De ese vigor muscular nos hemos valido a lo largo de la historia para argumentar y demostrar nuestra supuesta superioridad. Y es bien sabido que quien usa como única razón la fuerza, ha perdido toda la fuerza de la razón. Pero no ha sido sólo de ese arma del que nos hemos servido, también lo hemos hecho del llamado instinto maternal, que ha permitido apartarlas de los asuntos públicos, con argumentos tan torticeros e infantiles que avergüenza recordar.
Todo, si se analiza un poco despacio, es ridículo. Creo sinceramente que la civilización ha perdido la mitad de sus posibilidades. O más, quién sabe. Es como si una persona, gozando de visión en ambos ojos, anduviese por la vida con un parche opilando uno de ellos. O como si, poseyendo las dos manos, viviera con una atada a la espalda permanentemente…
Ellas no son mejores que nosotros, ni peores. Ellas son quienes necesitamos para que la humanidad avance definitivamente y se deje de memeces que sirven para poco, excepto para acrecer el dolor, la muerte y la destrucción. Porque, aunque pueda haber mujeres crueles e inhumanas, me resisto a creer que ciertas cosas hubiesen sucedido con su presencia en los lugares donde se decidían ciertas cuestiones.
Como escribía hoy Alena Collar en su bitácora, no se trata de otra cosa que de comenzar con una educación lo más igualitaria posible, en la que cada uno (sin que el sexo sea determinante para ello) aporte a la sociedad lo mejor que tiene de sí. El sexo no tiene que ser una ventaja o impedimento. El sexo simplemente es un accidente necesario, como el color de los ojos, o la estatura. Construir el mundo teniendo en cuenta el punto de vista de la mitad de sus habitantes, más que una injusticia (que lo es, quede claro, por si alguien aún lo duda), demuestra el grado de estupidez de buena parte de la especie. Seguro que hemos perdido muchas cosas por el camino.
¿Cuándo nos daremos cuenta? ¿Cuánto tiempo será necesario que recordemos lo que es evidente: la mujer es igual al hombre, a pesar —o gracias— a sus diferencias físicas? 
Uno piensa que las diferencias físicas (evidentes y necesarias) son nuestra riqueza, no las losas que hunden a la mitad de la población.