Cómplices

Miércoles, 7 de marzo de 2012


¡Qué diferentes somos los humanos corrientes de los que ostentan el poder! ¿O debería escribir: por qué somos tan diferentes la mayoría de los seres humanos, respecto de aquellos que ostentan el poder?
Uno, en su vida cotidiana, esa que transcurre de casa al trabajo y del trabajo a casa, o algún paseo por las calles, o algún cafecito compartido con los compañeros, se puede encontrar con viejos amigos. O estos, enterados de mis actividades pseudoliterarias, me siguen de incógnito y de vez en cuando me escriben.
Y un día cualquiera, hoy por ejemplo, llega un correo en el que se afirma:
“Ambos somos muy diferentes a la hora de ver la vida, de enfocar las situaciones a las que nos enfrentamos diariamente como seres humanos, la forma en que pensamos de cómo debería de ser la sociedad y la forma de gobernar... Pero, eso es lo bueno. Lo que nos diferencia es lo que nos une. Es lo que compartimos con el otro. Haciéndonos ver que no somos el ombligo del mundo y que otra forma de ver la vida y hacer las cosas es posible; aunque, no forme parte de nuestra forma de pensar. Todo ello, hace que nos enriquezcamos intelectualmente; pero, también, emocional y espiritualmente. Ya que el otro, con su visión de la vida, es capaz de remover los cimientos de nuestro pensamiento. No para destrozarlo y eliminarlo, no. Si no, para que, ayudados por esa confidencia, crecer y buscar una forma de vida más acorde con nosotros mismos. Siendo capaces de analizar la vida y encontrar, en sus intrincados recovecos, sentimientos de nosotros mismos, que desconocemos; y que salen a la luz, gracias al otro”.
Estas palabras sirven para llenarme de emoción, claro; pero también hacen que me dé cuenta de que los poderosos, los políticos, quienes, en definitiva, ostentan alguna parcela de poder que han de defender de otros que acechan y anhelan apropiarse de ese pedazo, nunca sostendrían en público semejante afirmación, porque sería interpretada como dejación, como amilanamiento ante el oponente, como falta de ideas o recursos.
Afirma un famoso periodista que quien lee o escucha o ve, lo hace para estar de acuerdo.
Podría ser así en líneas generales, pero cuando quien escribe o habla, es, antes que nada un amigo, e incluso sólo un conocido o un saludado, el factor de la afectividad entra en juego con potencia casi imparable. Podremos estar de acuerdo o no con sus asertos o posturas, pero como le estimamos o le queremos, estaremos más pendientes de sus palabras, e intentaremos ponernos en su lugar, averiguar qué de bueno, noble, verdadero, justo y sabio anida en su modo de pensar y actuar, porque lo primero que de conocemos de tal persona es que no actúa a tontas y a locas, sino que lo hace con cierto criterio y cargado de razones, aunque sean las suyas.
Así pues la amistad y el afecto pasan por encima de las ideas, rompen esa muralla que parece inexpugnable.
Pero estas cosas nunca las dirá o nunca podrá actuar en consecuencia con ellas un político, un sindicalista, un empresario, un banquero, qué sé yo. Y el caso es que el resto (o sea la afición que contempla desde el graderío el sainete que representan los dirigentes políticos, sociales o económicos) parece que es lo que esperamos.
Lo que no termino de entender es por qué nos causa extrañeza lo contrario en ellos, si en la vida cotidiana todos conocemos (y en muchas ocasiones, apreciamos o queremos) a personas cuyo modo de pensar en muchos aspectos diverge del nuestro y no por ello les apreciamos o queremos menos.
He de confesar que el ser humano cada día me parece más misterioso.
He de confesar que cada día creo mucho más en las personas y casi nada en las organizaciones, en cualquier organización (social, religiosa, política, sindical), porque son como monstruos que tienen como parte esencial de su dieta devorar individuos en nombre del colectivo.