¡Qué diferentes somos los
humanos corrientes de los que ostentan el poder! ¿O debería escribir: por qué
somos tan diferentes la mayoría de los seres humanos, respecto de aquellos que
ostentan el poder?
Uno, en su vida cotidiana, esa que transcurre de
casa al trabajo y del trabajo a casa, o algún paseo por las calles, o algún
cafecito compartido con los compañeros, se puede encontrar con viejos amigos. O
estos, enterados de mis actividades pseudoliterarias, me siguen de incógnito y
de vez en cuando me escriben.
Y un día cualquiera, hoy por ejemplo, llega un
correo en el que se afirma:
“Ambos somos muy diferentes a la
hora de ver la vida, de enfocar las situaciones a las que nos enfrentamos
diariamente como seres humanos, la forma en que pensamos de cómo debería de ser
la sociedad y la forma de gobernar... Pero, eso es lo bueno. Lo que nos
diferencia es lo que nos une. Es lo que compartimos con el otro. Haciéndonos
ver que no somos el ombligo del mundo y que otra forma de ver la vida y hacer
las cosas es posible; aunque, no forme parte de nuestra forma de pensar. Todo
ello, hace que nos enriquezcamos intelectualmente; pero, también, emocional y
espiritualmente. Ya que el otro, con su visión de la vida, es capaz de remover
los cimientos de nuestro pensamiento. No para destrozarlo y eliminarlo, no. Si
no, para que, ayudados por esa confidencia, crecer y buscar una forma de vida
más acorde con nosotros mismos. Siendo capaces de analizar la vida y encontrar,
en sus intrincados recovecos, sentimientos de nosotros mismos, que
desconocemos; y que salen a la luz, gracias al otro”.
Estas palabras sirven para llenarme de emoción,
claro; pero también hacen que me dé cuenta de que los poderosos, los políticos,
quienes, en definitiva, ostentan alguna parcela de poder que han de defender de
otros que acechan y anhelan apropiarse de ese pedazo, nunca sostendrían en público
semejante afirmación, porque sería interpretada como dejación, como
amilanamiento ante el oponente, como falta de ideas o recursos.
Afirma un famoso periodista que
quien lee o escucha o ve, lo hace para estar de
acuerdo.
Podría ser así en líneas generales, pero cuando
quien escribe o habla, es, antes que nada un amigo, e incluso sólo un conocido
o un saludado, el factor de la afectividad entra en juego con potencia casi imparable.
Podremos estar de acuerdo o no con sus asertos o posturas, pero como le
estimamos o le queremos, estaremos más pendientes de sus palabras, e intentaremos
ponernos en su lugar, averiguar qué de bueno, noble, verdadero, justo y sabio
anida en su modo de pensar y actuar, porque lo primero que de conocemos de tal
persona es que no actúa a tontas y a locas, sino que lo hace con cierto
criterio y cargado de razones, aunque sean las suyas.
Así pues la amistad y el afecto pasan por encima de
las ideas, rompen esa muralla que parece inexpugnable.
Pero estas cosas nunca las dirá o nunca podrá
actuar en consecuencia con ellas un político, un sindicalista, un empresario,
un banquero, qué sé yo. Y el caso es que el resto (o sea la afición que
contempla desde el graderío el sainete que representan los dirigentes políticos,
sociales o económicos) parece que es lo que esperamos.
Lo que no termino de entender es por qué nos causa
extrañeza lo contrario en ellos, si en la vida cotidiana todos conocemos (y en
muchas ocasiones, apreciamos o queremos) a personas cuyo modo de pensar en
muchos aspectos diverge del nuestro y no por ello les apreciamos o queremos menos.
He de confesar que el ser humano cada día me parece más misterioso.
He de confesar que cada día creo mucho más en las personas y casi nada en las organizaciones, en cualquier organización (social, religiosa, política, sindical), porque son como monstruos que tienen como parte esencial de su dieta devorar individuos en nombre del colectivo.