Cómplices

Martes, 13 de marzo de 2012


A poco que uno escuche (o lea) lo que le dicen los demás, con verdadero afán de oír, se da cuenta de lo similares que somos los humanos. La cantidad de sufrimientos y alegrías que se almacenan en las alforjas de los días y que van perfilando la silueta de las existencias, son innumerables y, al mismo tiempo, similares, pero muy distintos. Todos tenemos vivencias semejantes, pero la nuestra es intransferible.
Durante la infancia y buena parte de la adolescencia es inevitable —y en este aspecto reside, a mi modo de ver, una de las principales claves del proceso de maduración— que nos sintamos como el vértice sobre el que gira, no el mundo, sino el universo; pero a medida que la persona se decanta, esta sensación —aunque no termine de desaparecer del todo— debería ir aminorando.
Creo sinceramente que escuchar es el mejor ejercicio para que esto suceda. Porque sólo escuchando con todos los sentidos, se comprende que el resto de seres humanos no son menos que nosotros; es más, si esa escucha es sincera, se suele llegar a la conclusión de que ellos son más, son mejores, han pasado por trances mucho más duros que los nuestros.
Si este proceso se da con naturalidad, uno comienza a ver las cosas con un punto de vista más adecuado, donde la mayoría de las cosas se pueden relativizar, y donde la ironía con uno mismo, es señal de madurez.
Por eso, algunas veces, no entiendo muy bien que ciertas cuestiones se conviertan en objeto para la discordia. Sólo cuando se ve la propia existencia con la perspectiva de un microscopio, se explican algunas reacciones.
Creo sinceramente que pensar como escritor me debería ayudar en esta tarea. Cuando uno escribe, si es honesto con sus personajes, debe escucharlos a todos ellos, no tomar partido por ninguno, atender a sus razones. Incluso aquellos que —por simplificar— llamamos malos, tienen un motivo, aunque sea muy mezquino, para actuar como actúan.
A lo largo de mi vida me he encontrado con muy pocas personas que sepan escuchar de verdad, es decir, que se vacíen de sí mismas y otorguen a su interlocutor toda la importancia. Y puedo afirmar —no por propia experiencia, sino por lo que he visto— que esta tarea de poner todo el ser al servicio de la escucha del otro, es una de las más agotadoras que existen; pero quizá también de las más necesarias.
Quizá el mundo fuese un poco mejor, si los demás fueran, al menos, tan importantes y necesarios como lo somos nosotros mismos. Ninguno somos imprescindibles y, sin embargo, absolutamente todos somos necesarios. Y cuando no atiendo a alguien como se merece, estoy perdiéndome la fascinante aventura de conocer a un ser humano; estaría por jurar que no hay viaje más atractivo, ni aventura más apasionante.