A poco que uno escuche (o lea) lo que
le dicen los demás, con verdadero afán de oír, se da cuenta de lo similares que
somos los humanos. La cantidad de sufrimientos y alegrías que se almacenan en
las alforjas de los días y que van perfilando la silueta de las existencias,
son innumerables y, al mismo tiempo, similares, pero muy distintos. Todos tenemos
vivencias semejantes, pero la nuestra es intransferible.
Durante la infancia y buena parte de la
adolescencia es inevitable —y en este aspecto reside, a mi modo de ver, una de
las principales claves del proceso de maduración— que nos sintamos como el vértice
sobre el que gira, no el mundo, sino el universo; pero a medida que la persona
se decanta, esta sensación —aunque no termine de desaparecer del todo— debería
ir aminorando.
Creo sinceramente que escuchar es el mejor
ejercicio para que esto suceda. Porque sólo escuchando con todos los sentidos,
se comprende que el resto de seres humanos no son menos que
nosotros; es más, si esa escucha es sincera, se suele llegar a la conclusión de
que ellos son más, son mejores, han pasado por trances mucho más duros que los
nuestros.
Si este proceso se da con naturalidad, uno comienza
a ver las cosas con un punto de vista más adecuado, donde la mayoría de las
cosas se pueden relativizar, y donde la ironía con uno mismo, es señal de
madurez.
Por eso, algunas veces, no entiendo muy bien que ciertas
cuestiones se conviertan en objeto para la discordia. Sólo cuando se ve la
propia existencia con la perspectiva de un microscopio, se explican algunas
reacciones.
Creo sinceramente que pensar como escritor me debería
ayudar en esta tarea. Cuando uno escribe, si es honesto con sus personajes,
debe escucharlos a todos ellos, no tomar partido por ninguno, atender a sus
razones. Incluso aquellos que —por simplificar— llamamos malos, tienen un
motivo, aunque sea muy mezquino, para actuar como actúan.
A lo largo de mi vida me he encontrado con muy
pocas personas que sepan escuchar de verdad, es decir, que se vacíen de sí
mismas y otorguen a su interlocutor toda la importancia. Y puedo afirmar —no
por propia experiencia, sino por lo que he visto— que esta tarea de poner todo
el ser al servicio de la escucha del otro, es una de las más agotadoras que
existen; pero quizá también de las más necesarias.
Quizá el mundo fuese un poco mejor, si los demás
fueran, al menos, tan importantes y necesarios como lo somos nosotros mismos. Ninguno
somos imprescindibles y, sin embargo, absolutamente todos somos necesarios. Y cuando
no atiendo a alguien como se merece, estoy perdiéndome la fascinante aventura
de conocer a un ser humano; estaría por jurar que no hay viaje más atractivo,
ni aventura más apasionante.