Olía esta tarde a risa infantil.
La lluvia, aunque haya sido tan breve, casi un anuncio por palabras, ha impregnado el aire con ese aroma
especial, casi de seda, que al entrar por las narices sirve de caricia, una
caricia olfativa, cuyo principal don es la de ensanchar la pituitaria del espíritu
y procurarle ese mínimo descanso que al cabo de las horas transcurridas es tan
necesario.
No es que mi rutina sea especialmente complicada. Al
contrario, podría decirse que ahora mismo habito sobre la superficie de una
laguna en calma. Como cuando uno se deja mecer por el agua mientras flota y
contempla el cielo y permite, sin darse cuenta, que la brisa y el sol también le envuelvan.
Más aún, podría afirmar gustoso que la mañana ha traído —a pesar de mi pelea
contra el sueño que me ha acompañado durante toda la jornada— el placer de una
grata conversación telefónica con una amiga. Y es que la sinceridad abona la
amistad, quizá uno de sus elementos más necesarios o insustituibles.
(Hoy el sueño, y lo digo por ser algo tan extraño, ha sido como parte de mi piel, como mi sombra. Es habitual que en cuanto suene el despertador y me levante de la cama, lo haga espabilado. De hecho son las primeras horas matinales en las que siento que mi cabeza y mi ánimo funcionan con más agilidad y optimismo. No he dormido menos que habitualmente, y, sin embargo, es como si hoy no hubiera terminado de despertarme del todo, como si hubiera salido de la cama acompañado por este colega).
Pero a pesar de esta coloquio con esta amiga, y, repito, quizá porque ese sueño que parecía
hacerme una llave de yudo durante toda la jornada —y ya está a punto de
derribarme—, en ese instante apenas lluvioso de la tarde ha sido enviado a un rincón.
La lluvia, tan necesaria, tan escasa, ha venido a
recordarme la esperanza. Ante la visión continua de la pesadilla en que parece
que nos adentramos día a día, porque interesa que el horror sea lo único que se
contemple, estas pocas gotas que se han sublimado en tan particular fragancia, me
han hablado de que al final (a pesar del sufrimiento, de la sed, de la
amargura), el bien ha de vencer.
Es inexplicable tanto sufrimiento, bien lo sé. Es
inextricable tanto horror, tanta injusticia, tanta muerte. Es deleznable la
manipulación a la que estamos sometidos minuto sí y minuto también.
Sé que muchos no piensan como yo. Sé que me muchos
me llaman iluso o directamente piensan que vivo en el error, en la ceguera que
produce la fantasía. Quizá, no me importa. Al fin y al cabo la pelea es la
misma, al fin y al cabo —codo con codo— marchamos en la misma dirección de la
justicia, de la misericordia, de la libertad, de la igualdad…
Y eso es lo que importa. Y aunque muchos quedaremos
probablemente en el camino, al final no será en vano. Cada día estoy más
seguro, a pesar de las apariencias, y a pesar de que las garras de la bestia
cada vez se acercan más a la piel de esta especie.
Mañana seguiremos siendo hombres que miran al sol.