Sé que mis palabras hoy
quizá puedan resultar más incomprensibles que otros días. Aunque es verdad que
son muy pocos quienes las leen, por tanto, no tendría por qué preocuparme.
Yendo por derecho, y sin abundar en
prolegómenos, me encantaría que esta Semana Santa que ahora mismo comienza con
la liturgia propia del Domingo de Ramos, fuera una semana de paraguas. Una semana
repleta de agua como manta de vida sobre nuestros campos, sobre nuestros ríos,
sobre nuestros pantanos.
Esa lluvia mansa y abundante, un salmo tenue desde las nubes a la tierra reseca.
Parece que podría llover en estas jornadas,
ojalá que lo haga como se necesita, pues nuestros surcos y nuestros cauces están sedientos. Y sé que me dirán que lo podría dejar unos días, que total da lo
mismo. Y quizá sea cierto, pero parece ser que las oportunidades cada vez son
menores, que aunque empiece ahora mismo, debería continuar durante algún
tiempo, que las necesidades de nuestros campos son enormes.
Desde la ciudad —aunque nuestra razón no
desconozca la verdad—, el subconsciente o la rutina nos engañan y tendemos a
dar por hecho que girar la llave del grifo, garantiza la caída del agua. Convendría detenerse un poco más en ese
milagro cotidiano. Ese milagro que se debe al esfuerzo de quienes nos preceden.
Y si además de la lluvia material y
concreta, la que necesitamos para que este país no padezca una mala cosecha
(justo lo que nos faltaba), o restricciones de agua en el consumo, nos llegara
la lluvia, la otra, la que purifica almas y corazones, una lluvia que arrastre
tras de sí tanta desvergüenza, tanta hipocresía, tanta mentira y tanto daño
como algunos están ocasionando en tantas familias, a cuenta de unos números que
sólo entienden unos pocos, todavía mejor.
Es domingo de Ramos. Comienza la Semana
Santa, esa semana en que se nos abre el portón hacia la luz, hacia la vida. Es necesario
que llueva.