Cómplices

Domingo, 1 de abril de 2012


Sé que mis palabras hoy quizá puedan resultar más incomprensibles que otros días. Aunque es verdad que son muy pocos quienes las leen, por tanto, no tendría por qué preocuparme.
Yendo por derecho, y sin abundar en prolegómenos, me encantaría que esta Semana Santa que ahora mismo comienza con la liturgia propia del Domingo de Ramos, fuera una semana de paraguas. Una semana repleta de agua como manta de vida sobre nuestros campos, sobre nuestros ríos, sobre nuestros pantanos.
Esa lluvia mansa y abundante, un salmo tenue desde las nubes a la tierra reseca.
Parece que podría llover en estas jornadas, ojalá que lo haga como se necesita, pues nuestros surcos y nuestros cauces están sedientos. Y sé que me dirán que lo podría dejar unos días, que total da lo mismo. Y quizá sea cierto, pero parece ser que las oportunidades cada vez son menores, que aunque empiece ahora mismo, debería continuar durante algún tiempo, que las necesidades de nuestros campos son enormes.
Desde la ciudad —aunque nuestra razón no desconozca la verdad—, el subconsciente o la rutina nos engañan y tendemos a dar por hecho que girar la llave del grifo, garantiza la caída del agua. Convendría detenerse un poco más en ese milagro cotidiano. Ese milagro que se debe al esfuerzo de quienes nos preceden.
Y si además de la lluvia material y concreta, la que necesitamos para que este país no padezca una mala cosecha (justo lo que nos faltaba), o restricciones de agua en el consumo, nos llegara la lluvia, la otra, la que purifica almas y corazones, una lluvia que arrastre tras de sí tanta desvergüenza, tanta hipocresía, tanta mentira y tanto daño como algunos están ocasionando en tantas familias, a cuenta de unos números que sólo entienden unos pocos, todavía mejor.
Es domingo de Ramos. Comienza la Semana Santa, esa semana en que se nos abre el portón hacia la luz, hacia la vida. Es necesario que llueva.