Cómplices

Domingo, 8 de abril de 2012. Domingo de Pascua.


Al escribir el artículo de este mes de abril para Alenarte, precisamente hoy, Domingo de Pascua, me pregunto, cómo es posible que el género humano siga viviendo en la inopia más absoluta.
Ayer mismo, en un grato diálogo con unos queridos visitantes a la exposición de Mariano, que esta tarde se clausura, conversábamos sobre lo poco que ha avanzado el mundo. A veces miramos con cierta envidia o romanticismo los tiempos pasados, aquellos que para el poeta palentino siempre fueron mejores, y no nos damos cuenta de que el sufrimiento, el dolor, la miseria, la esclavitud humanas eran aún mayores que en esta época, o, al menos, afectaban a muchas más personas.
Por alguna razón entre extraña y poco meditada, cuando hablamos de los logros, hazañas, éxitos, inventos, progresos, etcétera, de cualesquiera civilización antigua, maya, celta, griega, romana…, tendemos a pensar que la vida era para todos ellos como lo era para quien la escribió o, al menos, dejó sus huellas. Pensamos que todos los romanos eran senadores, o los griegos filósofos y artistas; pero se nos olvida con una facilidad pasmosa que la esclavitud era algo abundante, una realidad  mayoritaria entre aquellos seres (que jurídicamente ni tan siquiera eran tenidos por completamente humanos).
Nuestros grandes monumentos son fruto de eminentes arquitectos y hábiles constructores, nadie lo pone en duda, y es obligación nuestra permitir que lleguen en perfecto estado a las generaciones venideras; pero convendría recordar de vez en cuando que las piedras fueron colocadas por manos que pertenecían a cuerpos de seres cuya existencia tenía muy poco de humana, cuya vida a los cuarenta o cincuenta años era de una longevidad casi insultante.
Siempre se ha dicho que la historia la escriben los vencedores. Y es cierto. Y conviene tener en cuenta que hay unos vencedores perennes, unos vencedores que siempre dan su interpretación y su punto de vista, que siempre tiñen de color amable los hechos sucedidos: los ricos y poderosos.
Por ello no siempre es cierto que cualquier tiempo pasado fue mejor. Quizá en la biografía personal, algunas veces. Quizá en épocas de honda recesión o peores catástrofes y respecto, casi siempre, de lo precedente. Poco más.
Contemplando el global de la población, no fue mejor la civilización romana para quienes vivieron en el Imperio —salvo para el emperador, su familia, los senadores y otros mandatarios o cargos públicos—, que la actual.
Aunque si uno mira a ciertas zonas de este mundo (especialmente África), quizá mi afirmación también sea exagerada.
Pasan los años, pasan los siglos, y el ser humano continúa desangrándose por el planeta. Una criatura que vaga nunca ahíta de esparcir sangre de su propia especie, cuyo único camino de supervivencia parece ser el de aplastar a parte de sus congéneres por razones, en general, que sólo se explican desde el miedo, por mucho que se argumenten con razones más bien peregrinas. Quizá sea nuestro sino, y acaso no podamos escapar de él. Pero es tan doloroso cuando se es consciente de ello, que a uno le dan ganas de expatriarse del planeta.