Disculparse
es señal de buena educación, y una forma más o menos expresa de reconocer que
se ha cometido error. Por tanto, excusarse es señal de nobleza y humanidad,
pues si errar es humano, humano es admitirlo y pedir perdón por tal yerro.
Pero hay
ciertos actos (u omisiones) que no se solucionan con un ‘lo siento’, por extenso, compungido y alambicado que sea. Hay contradicciones
tan grandes entre palabras y hechos, que estos delatan, más que el error, la
mentira, e incluso la hipocresía. Y mucho más cuando ese error o equivocación
se hacen explícitos por azar, por un encuentro repentino y no deseado…, por un
accidente.
Cuando se
llegan a determinadas conclusiones, es difícil recuperar la confianza, e
incluso el respeto. Lo grave es que algunas tareas no se pueden desempeñar
revestidas de la desconfianza o de la falta de respeto.
En ese caso las
disculpas no sirven. Serían un pobre decorado de obra de teatro, como pastiche
mal diseñado y peor aplicado.
Algunas veces
una retirada a tiempo es una gran victoria; porque en ocasiones, el error, más
que error, es la repetición contumaz del mismo acto (u omisión), con lo cual ese
pretendido error es únicamente la confirmación de una sospecha, la rúbrica de
una actitud extendida durante mucho tiempo.