Las fechas
se descuelgan en los calendarios como meros números, casi anónimos, o con una
carga simbólica, afectiva y de tradición que las torna especiales.
En 1521, la
llanura que circunda Villalar se tornó un fangal a causa de las prolongadas y copiosas lluvias; en ese barrizal impracticable los comuneros perdieron las esperanzas que les
quedaban de revertir el nuevo orden imperial que Carlos de Austria, el hijo de
la reina legítima y confinada por loca, quiso imponer a su llegada a estos reinos.
Mucho se ha
escrito y debatido sobre todo este asunto. Y mucho se va a debatir y a escribir
sobre ello. Será imposible conocer la verdad absoluta. Como sucede siempre, la
historia la escriben los vencedores, y aunque reste alguna huella de las más
hondas intenciones de los rebeldes comuneros, lo más importante sería
convenientemente destruido por el Emperador y sus seguidores.
Nunca nada es
tan simple como parece; los matices que se producen en las zonas de claroscuros
albergan la riqueza inasible de la verdad. Y esa se nos escapa.
Celebrar el día
de Castilla y León en una fecha que recuerda batallas perdidas, fangales donde
las ruedas de la artillería se estancaron, cabezas cortadas sobre picotas,
debería empujar, al menos, al espíritu crítico, al deseo de avanzar en
determinada senda.
La historia nos
ha traído hasta aquí, con toda su cantidad de sangre derramada, con su rastro
de injusticias, pero también con grandezas y avances indiscutibles.
Por más que las
pretensiones de la facción comunera no fueran tan democráticas y
revolucionarias (en el sentido marxista del término) como algún sector de la
historiografía pretende demostrar, es indudable que suponían un paso más que
importante respecto de lo que había. Se hace complicado (casi imposible) pensar
en que alguien en el menesteroso, analfabeto y sufriente pueblo de aquel reino
sintiese como propias las reivindicaciones comuneras, al fin y al cabo
representantes de la baja nobleza o la incipiente y alta burguesía
renacentista, con afanes de hidalguía y con muchas ganas de copar parte del
poder efectivo; sin embargo, aquellas peticiones de la baja nobleza castellana,
frente a las imposiciones del futuro emperador, eran un avance mucho más hondo
de lo que, en el lado opuesto, sólo ven un intento de manipular a la reina
supuestamente loca, para mantener los viejos privilegios de la nobleza autóctona y tradicional en contra de la
modernización y progreso que traía Carlos a estas tierras.
No se puede
cambiar la historia, pero convendría aprender de ella. Cuatrocientos noventa y
un años después el mundo parece muy distinto, y, sin embargo, las diferencias
son más en las formas que en el verdadero fondo de la cuestión. La incipiente
globalización pretendida por Carlos I para lograr el control de Europa (que era
su pretensión), hoy continúa y se ahonda. Seguimos sumergidos en el fangal de
la misma batalla: la diversidad contra la uniformidad, lo particular contra lo
global, el respeto a ultranza de las tradiciones frente a imposiciones de carácter
imperialista.
¿Es imposible ser
uno mismo con el bagaje de sus antepasados en el zurrón, pero sabiendo y
aprovechando que la anchura del mundo y sus habitantes excede con mucho la línea
del horizonte acariciada por nuestra mirada?
¿Cómo ser
universal sin dejar de ser terrón de tu propio surco?
Acaso en la
otra celebración que cuelga de esta fecha, la del día del libro, vaya alguna
posible solución. Cervantes, su Quijote, aunque fuese una novela humorística y
crítica en su primera concepción, es una prueba de que se puede ser universal,
sin renunciar (mejor dicho, partiendo) y sin traicionar las raíces más hondas y
más locales.
Los grandes
escritores y pensadores podrían alumbrar el camino, ése que viene a demostrar
que a pesar de las múltiples diferencias físicas, culturales, religiosas e
ideológicas de los seres humanos, en el fondo, aspiramos a cosas muy semejantes
y lloramos por el mismo tipo de tragedia: amor, muerte, ausencia, soledad,
celos, miedo, eternidad, belleza…
Quizá la
educación y la cultura sean la única salida medianamente plausible para que
este mundo avance en la dirección adecuada; pero me temo que estamos viviendo
en el tiempo de los tiburones especialmente ávidos de sangre y carne.