Cómplices

Lunes, 23 de abril de 2012


Las fechas se descuelgan en los calendarios como meros números, casi anónimos, o con una carga simbólica, afectiva y de tradición que las torna especiales.
En 1521, la llanura que circunda Villalar se tornó un fangal a causa de las prolongadas y copiosas lluvias; en ese barrizal impracticable los comuneros perdieron las esperanzas que les quedaban de revertir el nuevo orden imperial que Carlos de Austria, el hijo de la reina legítima y confinada por loca, quiso imponer a su llegada a estos reinos.
Mucho se ha escrito y debatido sobre todo este asunto. Y mucho se va a debatir y a escribir sobre ello. Será imposible conocer la verdad absoluta. Como sucede siempre, la historia la escriben los vencedores, y aunque reste alguna huella de las más hondas intenciones de los rebeldes comuneros, lo más importante sería convenientemente destruido por el Emperador y sus seguidores.
Nunca nada es tan simple como parece; los matices que se producen en las zonas de claroscuros albergan la riqueza inasible de la verdad. Y esa se nos escapa.
Celebrar el día de Castilla y León en una fecha que recuerda batallas perdidas, fangales donde las ruedas de la artillería se estancaron, cabezas cortadas sobre picotas, debería empujar, al menos, al espíritu crítico, al deseo de avanzar en determinada senda.
La historia nos ha traído hasta aquí, con toda su cantidad de sangre derramada, con su rastro de injusticias, pero también con grandezas y avances indiscutibles.
Por más que las pretensiones de la facción comunera no fueran tan democráticas y revolucionarias (en el sentido marxista del término) como algún sector de la historiografía pretende demostrar, es indudable que suponían un paso más que importante respecto de lo que había. Se hace complicado (casi imposible) pensar en que alguien en el menesteroso, analfabeto y sufriente pueblo de aquel reino sintiese como propias las reivindicaciones comuneras, al fin y al cabo representantes de la baja nobleza o la incipiente y alta burguesía renacentista, con afanes de hidalguía y con muchas ganas de copar parte del poder efectivo; sin embargo, aquellas peticiones de la baja nobleza castellana, frente a las imposiciones del futuro emperador, eran un avance mucho más hondo de lo que, en el lado opuesto, sólo ven un intento de manipular a la reina supuestamente loca, para mantener los viejos privilegios de la nobleza autóctona y tradicional en contra de la modernización y progreso que traía Carlos a estas tierras.
No se puede cambiar la historia, pero convendría aprender de ella. Cuatrocientos noventa y un años después el mundo parece muy distinto, y, sin embargo, las diferencias son más en las formas que en el verdadero fondo de la cuestión. La incipiente globalización pretendida por Carlos I para lograr el control de Europa (que era su pretensión), hoy continúa y se ahonda. Seguimos sumergidos en el fangal de la misma batalla: la diversidad contra la uniformidad, lo particular contra lo global, el respeto a ultranza de las tradiciones frente a imposiciones de carácter imperialista.
¿Es imposible ser uno mismo con el bagaje de sus antepasados en el zurrón, pero sabiendo y aprovechando que la anchura del mundo y sus habitantes excede con mucho la línea del horizonte acariciada por nuestra mirada?
¿Cómo ser universal sin dejar de ser terrón de tu propio surco?
Acaso en la otra celebración que cuelga de esta fecha, la del día del libro, vaya alguna posible solución. Cervantes, su Quijote, aunque fuese una novela humorística y crítica en su primera concepción, es una prueba de que se puede ser universal, sin renunciar (mejor dicho, partiendo) y sin traicionar las raíces más hondas y más locales.
Los grandes escritores y pensadores podrían alumbrar el camino, ése que viene a demostrar que a pesar de las múltiples diferencias físicas, culturales, religiosas e ideológicas de los seres humanos, en el fondo, aspiramos a cosas muy semejantes y lloramos por el mismo tipo de tragedia: amor, muerte, ausencia, soledad, celos, miedo, eternidad, belleza…
Quizá la educación y la cultura sean la única salida medianamente plausible para que este mundo avance en la dirección adecuada; pero me temo que estamos viviendo en el tiempo de los tiburones especialmente ávidos de sangre y carne.