Mientras
concluye el primer tercio de este año, con el frío bien asentado entre nosotros, sin
muchas ganas de levantar su campamento de invierno, recibo las buenas noticias
de dos personas a quienes quiero y que van a publicar en breve otro libro.
En apariencia
se trata del mismo hecho y, sin embargo, no hay dos personas menos parecidas
que ellas que, por supuesto, entre ellas no se conocen.
Son curiosas y
un poco laberínticas las razones por las cuales dos personas que nada tienen
que ver entre sí, sin embargo son de mi aprecio.
En ocasiones
similares a ésta, me asalta algo así como la duda. Pero son breves instantes. En
realidad no existe contradicción por querer a dos personas tan dispares. Eso podría
ser así, si uno fuera poco abierto o poco curioso o excesivamente rígido
consigo mismo y con sus propias ideas.
Desde hace algún
tiempo descubrí una frase de Gerardo Diego, me las apropie y la convertí en uno
de los colores de mi bandera, por algo figura en el frontispicio del otro blog:
"Yo no soy
responsable de que me atraigan simultáneamente el campo y la ciudad, la
tradición y el futuro; de que me encante el arte nuevo y me extasíe el antiguo;
de que me vuelva loco la retórica hecha y me torne más loco el capricho de
volver a hacérmela —nueva— para mi uso particular e intransferible (...)".
Y es que soy
muy consciente de que los demás, sin saberlo y sin pretenderlo, van supliendo
con su buen hacer, las carencias que tengo, ayudándome cada día en esta
infinita tarea de aprendizaje.
*
Y sin embargo,
y a pesar de estas buenas noticias, a uno le sigue doliendo el alma. Mira hacia
adentro, y no está adentro la causa de ese dolor.
Y es tan
injusto que esté fuera.
Es tan duro que
provenga desde fuera, porque fueron otros quienes decidieron con sus actos (o
con sus omisiones) que hoy este país avance hacia la más profundas de las
melancolías.
Es como si
asistiera a un aquelarre cuyo oficiante ha perdido definitivamente los papeles.
Lo malo es que
las víctimas propiciatorias, las víctimas que han de ocupar el altar del
sacrificio, las víctimas cuya sangre será derramada para aplacar la furia de
los dioses, es la de los pobres, la de los millones de pobres de España. No sólo
la de los indigentes que tiritan en las calles, sin un techo bajo el que
cobijarse; no sólo la de los inmigrantes sin papeles y sin permisos que les
otorguen la condición de humanos (¿hasta qué extremo de mezquindad ha llegado
el ser humano?); no sólo la de los millones de parados que apenas reciben una mensualidad para vivir como en economía de guerra; no sólo la de quienes mal viven con las miserables pensiones
que apenas llegan a los seiscientos euros… No sólo ellos. Hay muchos pobres que
tienen miedo a que se conozca su pobreza. Muchas familias que empiezan a saber
perfectamente lo que son las estrecheces, pero prefieren demostrar su antiguo
abolengo adoptando la vieja pose de los hidalgos de antaño. En España aparentar
es una de las religiones con más adeptos, pero la realidad, antes o después
desenmascara los gestos teatrales.
Quienes debieran velar por el bienestar de su pueblo, están desatados,
como si hubieran visto la proximidad del juicio final. Algo así. Han entrado a
saco dispuestos a desmantelarnos la vida, y a este paso lo van a lograr. Parece que han decidido empuñar la espada del exterminio, obedeciendo las consignas venidas de Alemania.
Lamento tanto
seguir acertando, lamento tan profundamente sentirme cada vez más próximo al
yugo que uncirá mi cerviz. Pero se acerca, ya casi veo su sombra.