Escribo acunado
por la melodía de la Pasión según san
Mateo de Bach. He llegado aquí desde Haendel, pero he vuelto a caer en la
hondura de la música del alemán. Soy incorregible.
El poema en
prosa que he publicado esta mañana, es un poema desolador, con esas
reminiscencias elegíacas que nacieron hace unos días, cuando lo comencé a dar
forma.
A veces pienso
que el camino que recorro es complicado e intransferible, un camino que, a la postre, como cualquier
camino, se recorren en solitario por más que haya manos que estrechen la de
uno, por más que algunos o muchos corazones latan unísonos con el propio.
Inicio el texto
con un virulento “proclamo la victoria de la muerte: hoy campará su hielo y su
risa de cal, sobre nuestros cadáveres tan muertos”, que no deja cabida a la
duda. Desde el primer endecasílabo disfrazado, marco bien el territorio. Ahora no conviene desdecirse. ¿Pienso así? Creo
hasta el fondo en esa afirmación. Por desgracia para mí, hoy sí. Hoy estoy
convencido de que este mundo tal y como lo conocemos no tiene muchas
soluciones.
¿Existen
resquicios para la esperanza?
Creo que es lo que late en los cimientos de este texto. En el fondo pretende
provocar, pretende empujar a la reflexión, pretende espabilar. Sé que no tengo
posibilidades reales de que ello suceda, pero es lo único que me resta por
hacer.
Esta mañana,
azotado por el viento invernal de esta primavera, aunque cubierto de sol, he
acudido a la manifestación del 1 de mayo. Esperaba más afluencia, para qué
negarlo. Pero también reconozco que para lo es habitual en Segovia, no ha
estado mal. Muchas personas no creemos en este tipo de movilizaciones. Pensamos
que sirven de poco o de nada, salvo un acto testimonial, que no son eficaces, que quienes gobiernan saben
perfectamente cuál será nuestra reacción y la tienen descontada, por así decir.
Sin embargo, hay veces en que parece casi una dejación del compromiso ciudadano
no hacer acto de presencia, aunque uno se convierta en un mero bulto andante.
¿En qué momento
hemos de tomar las riendas de nuestro destino?
Con quienes hablo
sobre estas cuestiones, inciden con mucha frecuencia en la penosa tarea de los
sindicatos que, para muchos, sólo actúan para obtener sus propios intereses, o
el de sus afiliados, no en interés de cualquier trabajador. Otros repiten hasta
la saciedad la inutilidad de estas acciones, pues saben o están convencidos de
que los gobernantes no van a alterar su determinación. Para algunos, la
democracia, como la velocidad, se demuestra andando; es decir, si los ciudadanos
con su votos han optado por algo en concreto, no queda más remedio que esperar
a que las urnas vuelvan a acoger nuestros votos: esa es la verdadera
manifestación, la única con valor real; y este argumento no sólo lo he
escuchado entre personas favorables a este gobierno, sino también a personas
que no están precisamente de acuerdo con lo que se hace desde el poder. Otros
empiezan a tener miedo. El miedo ya ronda los umbrales de muchos
corazones. De demasiados. Y otros, quizá más de los que parezca, piensan que
pueden delegar en otros su representación. Y, por último, acaso un número
excesivo, todavía piensa que todo esto que sucede en el planeta, en Europa y en
España poco, o nada, tiene que ver con sus propias vidas.
¿En qué momento
hemos de tomar las riendas de nuestro destino, repito? ¿De qué manera hemos de
actuar? ¿En qué consiste la democracia? ¿Llegar hasta el ejercicio del poder,
otorga carta blanca para hacer cualquier cosa? ¿Tiene algo que ver la vida
cotidiana con las medidas políticas y económicas?
Creo, y lo creo
sinceramente, que hemos sido narcotizados mucho más hondamente de lo que
parece. La infiltración de los opiáceos no ha sido precisamente superficial. Y si no somos capaces de despertar a tiempo, sucederá lo que barrunto.
Por si alguien lo duda, y con la misma intensidad, también proclamo que somos inocentes. Que nos hemos fiado, porque sin un mínimo de
confianza no hay posibilidad de vivir en sociedad —por rudimentaria que sea su
organización—. Creímos que eran fieles guías, y sólo han sido crueles hienas, al servicio de sus verdaderos amos, las verdaderas fieras que pretenden nuestra carne. Nos han ido acorralando, o las serpientes nos han embaucado y, al final, estamos en el borde del precipicio…
Y sin embargo,
estoy convencido de que lo más que va a suceder es que la humanidad tendrá que
iniciar un nueva civilización.
¿Creo en la
esperanza?
Creo en la
esperanza y en la misericordia, incluso más allá de la muerte.
Y explicarse más
es imposible y parece un contrasentido, pero estoy convencido que esos cadáveres
tan muertos a los que interpelo en el poema, no son el último estadio de
nuestro ser. Sin embargo, también creo que en nuestra esencia está procurar
alcanzar ese escalón final evitando en lo posible que la injusticia y el dolor
sea pasto de los más débiles.
Quizá sólo así podamos ser dignos de misericordia. Quizá sólo así se mantiene viva la llama de la esperanza.