Uno se atornilla a la
vida lo mejor que puede y sabe. Aunque parezca una contradicción, he llegado al
convencimiento de que el mejor modo de prenderse a ella, es dejarse llevar,
hacerse flexible como un junco, o mejor aún, fluido como un líquido, no
oponerse excesivamente a sus vaivenes, aprovechar lo que va llegando, al menos
sacarle algún rendimiento.
Mal explicado (o mal interpretado) semejante
postura podría sonar a dejadez, a conformismo, a resignación mal entendida. Pero
no se trata de esto, sino de construir o avanzar aprovechando las oportunidades
o simplemente el instante, el modo en que se presenta.
Si aspiro a llegar a una playa concreta y
determinada, deberé poner proa hacia ella y no perderla nunca del punto de mira, aunque
sea siempre en silencio y anidando en el subconsciente, y, por tanto, actuar en consecuencia, pero, al mismo tiempo deberé permitir que los acontecimientos fluyan. Nada más.
Parece algo extraño lo que digo, pero así me
siento ahora mismo.
En el día a día apenas nada ha cambiado,
todo está igual que ayer o la semana pasada o hace dos meses; pero, de pronto,
caigo en la cuenta que no es del todo cierto. Sin haberlo percibido, casi como
si nada hubiera hecho al respecto, el punto de partida está muy lejos, no
se distingue desde donde ahora observo y disfruto. Tan solo percibo una pequeña
mancha muy borrosa que quizá se concrete, no por causa de mi exigua agudeza
visual, sino por las instantáneas que la memoria aún pasa ante mí, en un acto de piedad pocas veces agradecido como se merece.
Lo que ayer era trascendental, incluso vital,
hoy es algo de sabor insípido, de matices aburridos. Lo que ayer parecía ser el
vértice imprescindible e inamovible sobre el que giraba mi existencia, es un
elemento más de esa memoria. Simplemente. E incluso en muchas ocasiones me
encuentro preguntándome por qué aquello que antes era insustituible, hoy es una
carga que no puedo dejar de llevar, aunque en demasiadas ocasiones me arrumbe
la espalda del ánimo.
Sé que otros escollos (algunos vivos y
feroces) acechan en la singladura. No sé si algún día llegaré al puerto hacia
el que he puesto proa; ni siquiera sé si la quilla derrotará sobre alguna de
estas rocas y naufragaré para siempre.
Tampoco me importa, o no mucho (y éste es
uno de los cambios más sustanciales en mí), porque he descubierto (dando la razón a
Cavafis o a Machado) que en el viaje está la meta, porque el viaje y su
disfrute es el premio, porque cuando llegue al puerto (sea éste el que fuere)
habrá acabado el viaje. Quizá entonces habrá nuevas maravillas, pero ahora no
importan, no es esa mi tarea, sino la de viajar día a día en pos de mí mismo,
hollando el camino para edificarlo en cada paso: verso a verso, golpe a golpe,
beso a beso.