Cómplices

Viernes, 13 de abril de 2012


Llueve, ventea, graniza. Desapacible noche de primavera inverniza, otoñal. Apetece (me apetece) refugiarme entre versos de otros, por si alguno de los míos (recóndito o dormido) se decide a brotar, a pesar de la lluvia, el viento, el granizo, o gracias a ellos también.
Y esta apetencia va mucho más allá de esta noche. Un impulso mucho más hondo que otras veces parece hablarle a mi interior. Va a ser imposible, pues los días marcan un paso imparable, como si uno estuviera en un tren sin apeaderos donde detenerse, simplemente descender y contemplar el horizonte. Nada más. Cuando no surge una idea, aparece una duda, si no un quehacer, un encargo. Y se van encadenando unas jornadas con otras.
Pensaba, mientras tendía la última colada del día, en el último día que había estado leyendo un libro. Fue un poemario. Un poemario de una amiga reciente. Un poemario que me bebí y al que he de volver.
Y ahora me doy cuenta que ya han pasado diez días, quince quizá. Y otro amigo está esperando mi opinión.
Pasan las horas con precisión. Y uno, cada día, va teniendo más claro que la vida no la vive, sino que se la viven en parte.
Y no es que me queje (hay tantas cosas por las que levantar la voz), simplemente lo vuelvo a constatar. 
Pero al final, los versos de otros son la lluvia para que germinen los míos. No leer es la sequía del escritor. Tienen que llover los versos sobre los surcos de esta tierra que ya está reseca.