Llueve,
ventea, graniza. Desapacible noche de primavera inverniza, otoñal. Apetece (me
apetece) refugiarme entre versos de otros, por si alguno de los míos (recóndito
o dormido) se decide a brotar, a pesar de la lluvia, el viento, el granizo, o gracias a ellos también.
Y esta
apetencia va mucho más allá de esta noche. Un impulso mucho más hondo que otras
veces parece hablarle a mi interior. Va a ser imposible, pues los días marcan
un paso imparable, como si uno estuviera en un tren sin apeaderos donde detenerse, simplemente descender y contemplar el horizonte. Nada más. Cuando
no surge una idea, aparece una duda, si no un quehacer, un encargo. Y se van
encadenando unas jornadas con otras.
Pensaba,
mientras tendía la última colada del día, en el último día que había estado
leyendo un libro. Fue un poemario. Un poemario de una amiga reciente. Un poemario
que me bebí y al que he de volver.
Y ahora me doy
cuenta que ya han pasado diez días, quince quizá. Y otro amigo está esperando
mi opinión.
Pasan las horas
con precisión. Y uno, cada día, va teniendo más claro que la vida no la vive,
sino que se la viven en parte.
Y no es que me
queje (hay tantas cosas por las que levantar la voz), simplemente lo vuelvo a
constatar.
Pero al final, los versos de otros son la lluvia para que germinen los míos. No leer es la sequía del escritor. Tienen que llover los versos sobre los surcos de esta tierra que ya está reseca.