Cómplices

Domingo, 6 de mayo de 2012


Hoy, ya sabes, madre, es el día que decidieron los grandes almacenes que se celebrara el día de la madre. Como si fuera necesario tener que recordarnos a los hijos vuestra acción imprescindible para nuestra existencia.
Siempre que llegan estos días, ya lo sabes, entro en peleas conmigo mismo. Odio tener que pasar por el aro de los que piensan que si no hay regalo (a ser posible bien costoso) no te acuerdas de la persona. Pero odio que la persona, si no recibe un presente, se sienta olvidada.
A veces resulta tan difícil luchar contra el poder de los medios de comunicación, de la publicidad que bombardea y pretende destruir nuestra libertad, convirtiéndonos en esclavos de tantas cosas que no necesitamos.
Cuando éramos niños, recuerdo que el día de la madre se celebraba el ocho de diciembre, fiesta de la Inmaculada. Quizá hubiera otras connotaciones de carácter político y religioso detrás de esa fecha, no lo sé, éramos niños; pero no había, o no lo sentíamos, tanta presión comercial. Se preparaba un detalle, alguna manualidad, algún dibujo, no sé, una sencilla gollería del alma que hacía sonreír a todas las madres, aunque por dentro no hubiera verdadera sonrisa. No sé, éramos niños.
De pronto, cuando nuestras vidas y esta civilización agonizante empezaron a girar alrededor del dinero —aunque nosotros éramos apenas púberes y no entendíamos lo que estos significaba—, cambiaron la fecha, y la trasladaron al primer domingo de mayo.
Sabes, madre, estoy seguro de una cosa: si hay una persona en todo el mundo que no va a leer estas líneas eres tú. En realidad no las va a leer casi nadie, quizá por ello las escriba. Lo que quiero decir es que tú no lo harás, pero las escribo para que de algún modo misterioso lleguen a tu corazón.
Hoy, como me sucede casi cada año, no sé qué regalarte. Cada día está más difícil, y probablemente ello se deba a que te hacen falta menos los regalos, aunque sólo sea un detallito, y te hacemos falta las personas.
Esta mañana, pensando en ello, he recordado el día de la madre de hace treinta y tres o treinta y cuatro años… Treinta y cuatro años, creo.
Era el primer día de la madre en que yo sabía que podría escribir versos. Y es lo que te regalé. Y es más, y esto nadie lo sabe, es el único poema que me sé de memoria.
No tengo que buscar en ningún papel, ni tengo que acudir al ejemplar de Humanidad pérdida que debe andar por ahí. Los dedos se plantan ante la memoria y teclean sus versos, uno de los peores poemas que haya escrito nunca, y, sin embargo, uno de los poemas más necesarios de mi vida, uno de esos poemas imprescindibles.
El tiempo es caprichoso, a veces sus caprichos son regalos de incalculable valor, y me ha dado la oportunidad, la milagrosa oportunidad, de poder repetir ese mismo regalo treinta y cuatro años más tarde.
Mejor dejar de tentar a la suerte:
Mi regalo, madre, este beso,
mi regalo, madre, esta flor,
mi regalo, madre, un silencio,
mi regalo, madre, mi amor
con la torpe voz del cantor
que algo te quiere regalar.
Madre, te doy este beso,
madre, te doy esta flor,
madre, te doy un silencio,
madre, te doy mi amor.