Hoy, ya
sabes, madre, es el día que decidieron los grandes almacenes que se celebrara
el día de la madre. Como si fuera necesario tener que recordarnos a los hijos
vuestra acción imprescindible para nuestra existencia.
Siempre que llegan
estos días, ya lo sabes, entro en peleas conmigo mismo. Odio tener que pasar
por el aro de los que piensan que si no hay regalo (a ser posible bien costoso)
no te acuerdas de la persona. Pero odio que la persona, si no recibe un
presente, se sienta olvidada.
A veces resulta
tan difícil luchar contra el poder de los medios de comunicación, de la
publicidad que bombardea y pretende destruir nuestra libertad, convirtiéndonos
en esclavos de tantas cosas que no necesitamos.
Cuando éramos
niños, recuerdo que el día de la madre se celebraba el ocho de diciembre, fiesta de la Inmaculada. Quizá hubiera otras connotaciones de carácter
político y religioso detrás de esa fecha, no lo sé, éramos niños; pero no había,
o no lo sentíamos, tanta presión comercial. Se preparaba un detalle, alguna
manualidad, algún dibujo, no sé, una sencilla gollería del alma que hacía sonreír
a todas las madres, aunque por dentro no hubiera verdadera sonrisa. No sé, éramos
niños.
De pronto,
cuando nuestras vidas y esta civilización agonizante empezaron a girar
alrededor del dinero —aunque nosotros éramos apenas púberes y no entendíamos
lo que estos significaba—, cambiaron la fecha, y la trasladaron al primer
domingo de mayo.
Sabes, madre,
estoy seguro de una cosa: si hay una persona en todo el mundo que no va a leer
estas líneas eres tú. En realidad no las va a leer casi nadie, quizá por ello
las escriba. Lo que quiero decir es que tú no lo harás, pero las escribo para
que de algún modo misterioso lleguen a tu corazón.
Hoy, como me
sucede casi cada año, no sé qué regalarte. Cada día está más difícil, y
probablemente ello se deba a que te hacen falta menos los regalos,
aunque sólo sea un detallito, y te hacemos falta las personas.
Esta mañana, pensando
en ello, he recordado el día de la madre de hace treinta y tres o treinta y
cuatro años… Treinta y cuatro años, creo.
Era el primer día
de la madre en que yo sabía que podría escribir versos. Y es lo que te regalé. Y
es más, y esto nadie lo sabe, es el único poema que me sé de memoria.
No tengo que
buscar en ningún papel, ni tengo que acudir al ejemplar de Humanidad pérdida que debe andar por ahí. Los dedos se plantan ante
la memoria y teclean sus versos, uno de los peores poemas que haya escrito
nunca, y, sin embargo, uno de los poemas más necesarios de mi vida, uno de esos
poemas imprescindibles.
El tiempo es
caprichoso, a veces sus caprichos son regalos de incalculable valor, y me ha
dado la oportunidad, la milagrosa oportunidad, de poder repetir ese mismo
regalo treinta y cuatro años más tarde.
Mejor dejar de
tentar a la suerte:
Mi regalo, madre, este beso,
mi regalo, madre, esta flor,
mi regalo, madre, un silencio,
mi regalo, madre, mi amor
con la torpe voz del cantor
que algo te quiere regalar.
Madre, te doy este beso,
madre, te doy esta flor,
madre, te doy un silencio,
madre, te doy mi amor.
mi regalo, madre, esta flor,
mi regalo, madre, un silencio,
mi regalo, madre, mi amor
con la torpe voz del cantor
que algo te quiere regalar.
Madre, te doy este beso,
madre, te doy esta flor,
madre, te doy un silencio,
madre, te doy mi amor.