¿Qué afán ocupa al ser humano que cada día
se proyecta hacia el futuro, que pocas veces se conforma con lo que tiene, que
en excesivas ocasiones se olvida de vivir el instante presente ocupado en
adelantar el porvenir? ¿Qué misterio de nuestra especie nos empuja a estar más
pendiente del mañana que del hoy, cuando es este tiempo el único real, el único
que nos pertenece?
Sucesos como los de Italia
(el atentado a ese Instituto —tan salvaje, tan sinsentido—, o el terremoto de la
madrugada del sábado al domingo) se me presentan con esa nitidez negra del
abismo. Y sin necesidad de acontecimientos tan terribles e indeseados, muchas
veces uno se percata de ese inútil modo de actuar, ese anhelo casi irracional
que deriva hacia un futuro probable, sí, pero nunca completamente asegurado.
No hablo de grandes
proyectos, que podría. Ni siquiera hablo de planes previstos con mucha
antelación, que también podría. Me refiero simplemente a lo más inmediato, a lo
más sencillo, a lo más cotidiano. No son necesarios ejemplos, porque todos
sabemos de un accidente, un infarto, una enfermedad, un golpe de fortuna, una
sorpresa, un error…, en fin algo que trastoca todo, a veces definitivamente. Es
más, y yendo a lo cotidiano, a lo largo de una jornada anodina y destinada al olvido, los
cambios de planes son continuos, porque en cualquier minuto puede saltar la
llamada de teléfono o el encuentro o la propia idea que altere el rumbo
previsto instantes antes. A veces tengo la impresión de que caminamos por la
vida con una idea de horizonte al que nos dirigimos, pero a cada fracción de
tiempo topamos con encrucijadas que nos obligan a tomar decisiones con la misma
constancia necesaria con la que respiramos.
Y sin embargo, a pesar de
lo dicho, tengo la intuición de que, si somos humanos, y no homínidos sin más, es porque en algún momento de nuestra evolución el cerebro de esta especie fue
capaz de abstraer el concepto tiempo y, en consecuencia, fue capaz de actuar
previendo el futuro, anticiparse de algún modo a lo que el porvenir le depararía
y evitar que lo que probablemente sucedería no le dañara o, al menos, no le
destruyera. Esa capacidad que nos hace humanos y probablemente nos ha permitido
llegar hasta donde hoy estamos, esa facultad de observar, analizar y extraer
una lógica consecuencia —lo que se ha dado en llamar método científico—, no
obstante, en demasiadas ocasiones no va acompañada de una dosis suficiente de
humildad o de simple realismo, como si se hubiera desarrollado tanto que
hubiera atrofiado otras cuestiones. Me refiero a que por momentos tengo la
impresión de que hemos llegado al tremendo error de creer que el control
exhaustivo sobre el porvenir, la anticipación a cualquier contingente que pueda
caernos encima, nos ha hecho creer que somos indestructibles y, por tanto, interminables.
Probablemente vivir el
presente sin hacerlo como eslabón de cadena, es decir, asumiendo que venimos de
ayer y a mañana vamos, nos torne criaturas débiles y vulnerables; pero vivir el
presente como una especie de mal menor que nos dirige hacia el futuro donde
siempre nos estamos proyectando, nos torna sujetos igual de débiles y
vulnerables, aunque sea por otras razones.
Algunas veces la vida me
trae aldabonazos tremendos (como los de Italia —un atentado, un terremoto—
repito), y gracias a ellos me doy cuenta de que es necesario que abrace con más
determinación la jornada de hoy, aunque continúe preparando la de mañana.