¿Cómo
escribir lo que quiero en esta hora de la anochecida sin que
suene a la triste monserga que llevo repitiendo durante los últimos meses?
El azul del cielo de este
preciso momento es un azul declinante y líquido, como si se fuera a escapar por
algunas de las cañerías que trae la noche, como si fuera esa vitalidad que se
pierde con el paso del tiempo.
Hoy hay que hablar de
oscuridad. Otra vez de ese túnel frío y lleno de mandíbulas que desgarran los tendones.
Mejor dicho, hay que hablar de los que sonríen y pretenden que
prestemos atención a sus labios y a sus dientes artificiales, mientras traen el frío y la luz de la noche
escondidos en las manos, dispuestos a arrojárnoslos como quien arroja pétalos de
luto sobre nuestros espíritus.
En la oscuridad el tiempo
no avanza (aunque avance). En la oscuridad cualquier leve crujido, puede
parecer la llegada del más cruel de los depredadores. Un vampiro, por ejemplo. En
la oscuridad podemos admitir cualquier refugio como el más seguro, el mejor, el
insustituible. En la oscuridad cualquier canto (aunque sea un canto de sirena)
parece la más bella de las melodías. En la oscuridad, a veces una luciérnaga se
confunde con un faro que salva de naufragios a los pequeños veleros y a los
grandes transatlánticos. En la oscuridad no hay coordenadas, ni sirve una brújula. En la oscuridad giramos y giramos como una giraluna triste y agobiada.
Pero los porteadores de
oscuridad que quieren hechizarnos con sus sonrisas, desconocen que entre nosotros
hay quien sabe mirar al cielo y leer el mapa de las estrellas. No saben que si
las nubes desaparecen (y hoy los niños han empezado a empujarlas con hilos de
cometa color esperanza), también en la oscuridad avanzaremos, una vez que nos
acostumbremos al crujido de las hojas secas y sepamos que no hay vampiros al
acecho, sino pequeños murciélagos amigos y protectores.