Mientras
la noche demora su llegada, acaso distraída con algún pretendiente que requiebra la
morenez de su melena, me cercioro nuevamente con melancolía que el desasosiego enluce nuestras pupilas
con los restos de la amargura de todos los tiempos, un gesto pertinaz, incansable e invencible.
Quizá convenga
alejarse del ruido, y subirse a la cumbre de la montaña del silencio donde nada
distraiga la verdad.
La historia del
ser humano es la historia de la carne hecha jirones, pero también es historia
de manos como diques de caricias que detienen las heridas sangrantes.
La historia
demuestra que hay espacio para la elección, para ubicarse en un lado o en otro,
pero no hay un solo modo de escrutinio. Se puede seleccionar husmeando —como
perros en la noche— el rastro de la derrota o la victoria, para encontrar ese
punto donde un triunfo construye la verdad, aunque ésta sólo sea el disfraz de
la mentira. Y se puede elegir como criaturas libres ser lanza que desgarra,
hiere o mata, o ser bálsamo que unge, restaña y vivifica.
Y quizá no
convenga olvidarse nunca, mientras la luz envuelve esta cumbre del silencio (luz
libre de la sombra), que siempre existe la posibilidad de convertirnos en
jirón de carne atravesado, herido y sangrante por una lanza desprovista de
futuro y de latido. Seremos afortunados si, junto al surco donde yazca nuestro cuerpo hecho jirón, hay una mano como dique de caricias que nos unja con el bálsamo que sana,
restaña y vivifica.