Algunas veces
tengo la impresión de que vivimos en una sociedad un poco necrófaga, especializada
en obituarios y panegíricos. La exaltación de los muertos famosos es como una
actividad de obligado cumplimiento. Quizá porque es preferible estar vivo,
desde los medios de comunicación se espera a que los grandes mueran para nutrir
sus titulares de cabecera con un ejercicio laudatorio sin miramientos, sin
complejos, sin vergüenza. Por mucho que se alaben los logros de quienes acaban
de morir, su posición no es nada envidiable. Es como si escribiendo sin recato
y sin cortapisas sobre sus virtudes humanas y profesionales, más que subrayar
sus méritos, recalcásemos la constancia —aún— de nuestros latidos. Y no es que
los méritos del que acaba de morir sean escasos, sino que algunos halagos
suenan a gemido ensayado y artificial de plañidera profesional. Pocas veces estos artículos recuerdan el verdadero dolor que despedaza el corazón de la pareja
enamorada, o de un verdadero amigo, o de un familiar que aún quiere a
esa persona, de la que sólo se puede contemplar ahora su cuerpo frío, inerte, deshalitado.
La muerte de
Carlos Fuentes, mejor dicho, los ríos de tinta que ha provocado este suceso, son
un ejemplo. No digo yo que todos quienes han glosado su obra y su vida no lo
hayan hecho con verdadero sentimiento, incluso con emoción. Pero es demasiado
evidente que varios de esos artículos o notas, son una declaración de
existencia de sus firmantes, apenas una leve faena de aliño insustancial, en la
que lo único que importa es la rúbrica de ese suelto o esa columna: un pésame
ritual.
En algún caso
he tenido una sensación que me ha producido más tristeza aún. (Probablemente
sea un mal pensar por mi parte). Es como si se pudieran adivinar sentimientos
poco confesables hacia la celebridad y notoriedad del muerto. Si existiera una
máquina capaz de escanear el sentir invisible de quien lo ha escrito y que aún
late bajo las palabras, quizá se descubrieran secretos poco convenientes.
Hoy ha tocado
con el escritor mexicano, otro día fue o será otro. Da lo mismo.
Aunque a Carlos
Fuentes no le faltaron premios, distinciones y homenajes, ni siquiera le
faltó lo primordial para un escritor, lectores —en su caso numerosos, aunque
siempre escasos para la calidad de su obra—, llegado este momento, a uno le da
la impresión de que no fueron suficientes.
Ahora comenzará
la segunda parte de su existencia entre nosotros, que no sabemos si será larga
o breve, la que provocará la sucesiva e inmediata reedición de su obra. Por
alguna razón extraña (para mí misteriosa), casi siempre un escritor famoso y muerto
es más rentable para las editoriales que estando vivo.
Por suerte para
nosotros y futuras generaciones, su obra quedará y eso es lo que realmente
importa. A él le importó escribirla y lo consiguió. A nosotros nos queda beber
y alimentarnos en ese manantial. Y como siempre suele decirse en casos
similares, el mejor homenaje sería leer o releer alguna o muchas de sus novelas.
Por mi parte
espero hacerlo pronto.