Cómplices

Miércoles, 30 de mayo de 2012


Hay días en que uno se despierta con el ánimo dispuesto a dar un paso hacia la esperanza, hacia ese punto en el horizonte en que todo, probablemente, será posible.
Ayer mismo escribí a unos amigos desnudando ante ellos mi pesimismo por el estado de las cosas, por esta situación en que nos han metido o quizá hayamos entrado todos un poco, a causa de la excesiva pasividad, o porque nos creímos cuanto nos contaban. Pero una de mis amigas, sin reprochármelo ni reprochárselo a quien mostraba su conformidad con mis argumentos, hacia un breve y rotundo alegato a favor de la esperanza, a favor de la luz, a favor de ese futuro que será nuestro, se pongan como se pongan.
Y para confirmar esta actitud, esta mañana a las seis y media me he levantado (muerto de sueño, pues anoche aunque no escribí esta líneas cotidianas, anduve rematando un artículo que me interesa especialmente y acabé bastante tarde) con el deseo de no dejarme vencer por ese pesimismo agobiante que los medios de comunicación (en cumplimiento de su deber profesional, ético y moral) nos están inoculando en la voluntad. Y como para apoyar este tono del latido de mi corazón, gracias a Ana Pérez Cañamares, he enlazado con el blog de Jorge Riechmann, con un texto suyo en el que, tras reconocer el modo erróneo de actuar de todos los estamentos de esta sociedad (partidos políticos, sindicatos, instituciones, iglesias, movimientos alternativos, asociaciones vecinales, personas), invita a dar pasos, invita a caminar, a no quedarse en el borde del camino, como si toda nuestra tarea se redujese a la espera… Esperar qué… ¿acaso la llegada de nuestro cortejo fúnebre?
Yo quería aportar un minúsculo fragmento de un diminuto granito de arena en pro de la esperanza, pero ni siquiera eso he podido. De nuevo el martillo pilón de los acontecimientos diarios, una especie de monstruo sin modales, una fiera ciega y destructiva, ha vuelto a socavar estas intenciones.
A uno (y por lo que he leído en Twitter no estoy solo en este sentimiento) le ha dado por pensar que lo mejor sería que alguien detuviese el mundo y que me permitieran descender de él. Bien sé que no es posible, bien sé que tanta zozobra como la que en estos tiempos abunda en nuestro ánimo no es nada si se mira más allá de nosotros mismos. Todo es relativo. Todo depende de la perspectiva que se escoja para mirar.
Sí, ya sé que es así, que comparado con el universo, nuestro problema con la prima de riesgo, con los banqueros que han delinquido provocando una situación que necesitamos proteger con más de veintitrés mil millones de euros (de momento), con un sistema económico tan profundamente antihumano, no es nada. Ni siquiera existe. Y si la perspectiva que se adopta es la temporal, probablemente se llegaría a una respuesta similar. Por más que la zozobra se haya tornado sufrimiento en muchos hogares de nuestros convecinos y compatriotas, comparado con otras épocas de la historia, lo que aquí y ahora nos sucede es como pedir el ingreso en urgencias porque uno haya estornudado una docena de veces seguidas. Y sé, bien lo sé, que si la distancia espacial se toma con otro continente (África, por ejemplo) nuestro quejido resulta más que patético, hipócrita y vomitivo, digno de la repulsa más contundente; en el fondo es un retrato de nuestro egocentrismo cultural.
Sí, es verdad. Y procuro que estas cosas (y otras tantas que se podrían acumular a modo de letanía) permanezcan muy presente en mi afán cotidiano.
Pero del mismo modo que cuando me duele la cabeza es imposible que perciba la belleza de una puesta de sol, no puedo evitar la sensación de frustración, impotencia, hastío que me causa esta especie de lectura diaria de las consecuencias que están teniendo en nuestras vidas cotidianas los actos irracionales y desvergonzados e inmorales, también probablemente delictivos, de quienes han (mal)gestionado los destinos de nuestra economía.
A uno se le queda cara de tonto, cuando ve que sin haber hecho nada impropio, habiendo cumplido con todo cuanto se le ha exigido, ahora, de pronto, descubre que está siendo víctima de quienes, probablemente, acaben por no sufrir ningún castigo por semejante modo de actuación.
Será cierto que las leyes les ampararán. Ellos no han robado ningún bolso de ninguna señora, ni han forzado la cerradura de ningún establecimiento comercial, ni han hecho la palanca en ningún vehículo, ni han arrojado piedras contra las fachadas o los escaparates de ningún edificio más o menos público, ni siquiera han intentado extorsionar a industriales afanosos… Ellos se lo han llevado, simplemente. Ellos han jugado al monopoly con el dinero de todos. Han comprado y vendido humo con billetes; pero ahora resulta que esos billetes hacen falta, y no están, no aparecen, o es que se adeudan a otros.
Y nadie va a contar lo que realmente ha ocurrido. Y si se produjese el milagro de que alguno acabara por ser elegido como chivo expiatorio de todo este espectáculo repugnante, sólo desvelaría una centésima parte de la verdad, suponiendo que llegara a tanto.
Pero algo de ese deseo matinal aún perdura en mí, y me niego a que este día se rinda sin haber intentado vencer a ese desánimo, a ese agobio…
Parece, según dicen quienes saben de esto tan confuso, hermético y esotérico llamado economía, que no se puede dejar de pedir dinero cada día a quien lo tiene —dentro y fuera—, esos prestamistas usureros que se enriquecen sin hacer ni producir nada. Y digo yo, pero esto es sólo una idea loca, que quizá no pasara nada si durante unas semanas este país cerrara por reformas, por cansancio, porque necesita respirar, para evitar entrar en la ansiedad o en la depresión. Que no se abriera, digo, el país para nada ni para nadie, salvo para sanar a quien enferme y para poder comer lo justo. Ni fábricas, ni colegios, ni universidades, ni comercios —salvo los de comestibles unas horas por las mañanas—, ni oficinas, ni medios de comunicación, ni restaurantes, ni trenes, ni Internet, ni aviones, ni barcos… País cerrado para no gastar, para aminorar en algo el déficit. País para disfrutar de la existencia, para respirar sin agobios, para pasear, para reconocer de otro modo las calles de nuestros pueblos y ciudades, para compartir las plazas, para recuperar la charla sosegada sin ninguna prisa, para reencontrarnos con viejos conocidos, para leer aquello que siempre está pendiente de leer, para escuchar esa música que nunca escuchamos, para cantar, para que los niños se columpien horas y horas, para amarnos algunas veces más de la que este frenesí contemporáneo nos permite. Sí, como los pájaros de la arboleda que gorjean, vuelan, buscan el alimento y siguen piando a su manera…
¿Qué pasaría?
El mundo continuaría girando, el universo no se enteraría de esta dimisión de la actividad económica. Tampoco tendría por qué aparecer en los libros de historia.
Es verdad que así tampoco se aliviaría el problema del ser humano, de esa humanidad doliente que se muere de hambre cada día, pero, al menos, durante unas semanas, quizá los usureros y especuladores (los de dentro y los de fuera) ganarían un poco menos.
Ya sé que no es una propuesta a favor de la productividad, la eficacia, el trabajo, el desarrollo, las palabras que hoy parecen mover los hilos de nuestra existencia. Pero quizá sea una propuesta a favor de los seres humanos.
Afirmo, parafraseando al evangelio, que el ser humano no se hizo para los mercados, sino que los mercados se hicieron para el ser humano. Cualquier teoría, legislación o fe que vaya en detrimento de esta afirmación así como quien la propugne (ya sea  político, monarca, papa, imán, rabino o banquero) deberían ser condenados por genocidio.