Hay días en que uno se despierta con el
ánimo dispuesto a dar un paso hacia la esperanza, hacia ese punto en el
horizonte en que todo, probablemente, será posible.
Ayer mismo escribí a unos
amigos desnudando ante ellos mi pesimismo por el estado de las cosas, por esta
situación en que nos han metido o quizá hayamos entrado todos un poco, a causa
de la excesiva pasividad, o porque nos creímos cuanto nos contaban. Pero una de
mis amigas, sin reprochármelo ni reprochárselo a quien mostraba su conformidad
con mis argumentos, hacia un breve y rotundo alegato a favor de la esperanza, a
favor de la luz, a favor de ese futuro que será nuestro, se pongan como se
pongan.
Y para confirmar esta
actitud, esta mañana a las seis y media me he levantado (muerto de sueño, pues
anoche aunque no escribí esta líneas cotidianas, anduve rematando un artículo
que me interesa especialmente y acabé bastante tarde) con el deseo de no
dejarme vencer por ese pesimismo agobiante que los medios de comunicación (en
cumplimiento de su deber profesional, ético y moral) nos están inoculando en la
voluntad. Y como para apoyar este tono del latido de mi corazón, gracias a Ana
Pérez Cañamares, he enlazado con el blog de Jorge Riechmann, con un texto suyo
en el que, tras reconocer el modo erróneo de actuar de todos los estamentos de
esta sociedad (partidos políticos, sindicatos, instituciones, iglesias,
movimientos alternativos, asociaciones vecinales, personas), invita a dar
pasos, invita a caminar, a no quedarse en el borde del camino, como si toda
nuestra tarea se redujese a la espera… Esperar qué… ¿acaso la llegada de
nuestro cortejo fúnebre?
Yo quería aportar un
minúsculo fragmento de un diminuto granito de arena en pro de la esperanza, pero ni siquiera eso he
podido. De nuevo el martillo pilón de los acontecimientos diarios, una especie
de monstruo sin modales, una fiera ciega y destructiva, ha vuelto a socavar
estas intenciones.
A uno (y por lo que he leído en Twitter no estoy solo en este sentimiento) le ha dado por pensar
que lo mejor sería que alguien detuviese el mundo y que me permitieran
descender de él. Bien sé que no es posible, bien sé que tanta zozobra como la
que en estos tiempos abunda en nuestro ánimo no es nada si se mira más allá de
nosotros mismos. Todo es relativo. Todo depende de la perspectiva que se escoja
para mirar.
Sí, ya sé que es así, que
comparado con el universo, nuestro problema con la prima de riesgo, con los banqueros
que han delinquido provocando una situación que necesitamos proteger con más de
veintitrés mil millones de euros (de momento), con un sistema económico tan
profundamente antihumano, no es nada. Ni siquiera existe. Y si la perspectiva
que se adopta es la temporal, probablemente se llegaría a una respuesta
similar. Por más que la zozobra se haya tornado sufrimiento en muchos hogares
de nuestros convecinos y compatriotas, comparado con otras épocas de la
historia, lo que aquí y ahora nos sucede es como pedir el ingreso en urgencias
porque uno haya estornudado una docena de veces seguidas. Y sé, bien lo sé, que
si la distancia espacial se toma con otro continente (África, por ejemplo)
nuestro quejido resulta más que patético, hipócrita y vomitivo, digno de la
repulsa más contundente; en el fondo es un retrato de nuestro egocentrismo
cultural.
Sí, es verdad. Y procuro
que estas cosas (y otras tantas que se podrían acumular a modo de letanía)
permanezcan muy presente en mi afán cotidiano.
Pero del mismo modo que
cuando me duele la cabeza es imposible que perciba la belleza de una puesta de
sol, no puedo evitar la sensación de frustración, impotencia, hastío que me
causa esta especie de lectura diaria de las consecuencias que están teniendo en
nuestras vidas cotidianas los actos irracionales y desvergonzados e inmorales,
también probablemente delictivos, de quienes han (mal)gestionado los destinos
de nuestra economía.
A uno se le queda cara de
tonto, cuando ve que sin haber hecho nada impropio, habiendo cumplido con todo
cuanto se le ha exigido, ahora, de pronto, descubre que está siendo víctima de
quienes, probablemente, acaben por no sufrir ningún castigo por semejante modo
de actuación.
Será cierto que las leyes
les ampararán. Ellos no han robado ningún bolso de ninguna señora, ni han
forzado la cerradura de ningún establecimiento comercial, ni han hecho la
palanca en ningún vehículo, ni han arrojado piedras contra las fachadas o los
escaparates de ningún edificio más o menos público, ni siquiera han intentado
extorsionar a industriales afanosos… Ellos se lo han llevado, simplemente.
Ellos han jugado al monopoly con el dinero de todos. Han comprado y vendido
humo con billetes; pero ahora resulta que esos billetes hacen falta, y no
están, no aparecen, o es que se adeudan a otros.
Y nadie va a contar lo que
realmente ha ocurrido. Y si se produjese el milagro de que alguno acabara por
ser elegido como chivo expiatorio de todo este espectáculo repugnante, sólo
desvelaría una centésima parte de la verdad, suponiendo que llegara a tanto.
Pero algo de ese deseo
matinal aún perdura en mí, y me niego a que este día se rinda sin haber
intentado vencer a ese desánimo, a ese agobio…
Parece, según dicen quienes
saben de esto tan confuso, hermético y esotérico llamado economía, que no se
puede dejar de pedir dinero cada día a quien lo tiene —dentro y fuera—, esos
prestamistas usureros que se enriquecen sin hacer ni producir nada. Y digo yo,
pero esto es sólo una idea loca, que quizá no pasara nada si durante unas
semanas este país cerrara por reformas, por cansancio, porque necesita
respirar, para evitar entrar en la ansiedad o en la depresión. Que no se
abriera, digo, el país para nada ni para nadie, salvo para sanar a quien
enferme y para poder comer lo justo. Ni fábricas, ni colegios, ni universidades,
ni comercios —salvo los de comestibles unas horas por las mañanas—, ni oficinas,
ni medios de comunicación, ni restaurantes, ni trenes, ni Internet, ni aviones,
ni barcos… País cerrado para no gastar, para aminorar en algo el déficit. País para
disfrutar de la existencia, para respirar sin agobios, para pasear, para
reconocer de otro modo las calles de nuestros pueblos y ciudades, para
compartir las plazas, para recuperar la charla sosegada sin ninguna prisa, para
reencontrarnos con viejos conocidos, para leer aquello que siempre está
pendiente de leer, para escuchar esa música que nunca escuchamos, para cantar,
para que los niños se columpien horas y horas, para amarnos algunas veces más
de la que este frenesí contemporáneo nos permite. Sí, como los pájaros de la
arboleda que gorjean, vuelan, buscan el alimento y siguen piando a su manera…
¿Qué pasaría?
El mundo continuaría
girando, el universo no se enteraría de esta dimisión de la actividad
económica. Tampoco tendría por qué aparecer en los libros de historia.
Es verdad que así tampoco
se aliviaría el problema del ser humano, de esa humanidad doliente que se muere
de hambre cada día, pero, al menos, durante unas semanas, quizá los usureros y
especuladores (los de dentro y los de fuera) ganarían un poco menos.
Ya sé que no es una
propuesta a favor de la productividad, la eficacia, el trabajo, el desarrollo,
las palabras que hoy parecen mover los hilos de nuestra existencia. Pero quizá
sea una propuesta a favor de los seres humanos.
Afirmo, parafraseando al
evangelio, que el ser humano no se hizo para los mercados, sino que los
mercados se hicieron para el ser humano. Cualquier teoría, legislación o fe que vaya en
detrimento de esta afirmación así como quien la propugne (ya sea político, monarca, papa, imán, rabino o banquero) deberían ser condenados por genocidio.