¿Se podría repartir la luz del alba como gajos
de naranja, para que su claridad de zumo dé a la vida su potencia, su sonrisa,
su esperanza?
Quizá sí. Quizá aún sea
posible. Está en nuestras manos. Pero para que las manos sean precisas, es
necesario no olvidar que el amanecer llega tras la madrugada, que justo en el
preciso instante en que la primera cuchillada de luz peina el horizonte,
tiembla el aire, y se enfría como en un escalofrío.
Atravesar la noche es
doloroso y tiene riesgos, pues los precipicios se convierten en peligrosas
bocas invisibles, en cuyos fosos fétidos esperan nuestra carne hienas y
buitres.
Quizá cuando asomemos al
amanecer, muchos de nosotros habremos caído, o lleguemos maltrechos. Pero al
fin la luz vencerá, la noche no será definitiva. Por mucho que de su boca sólo
nazcan aullidos que nos amedrentan, alcanzaremos la meta.
Nos quieren vasallos, y en
la entraña más honda de la madrugada parece que están próximos a conseguirlo;
pero somos hombres libres. Quizá seamos pobres, quizá terminemos rodeados por
la escasez y la miseria, pero somos hombres libres, y, además, podemos mirar al
futuro con la mirada limpia de quien no tiene ataduras, más allá de los lazos
que el corazón le haya anudado a los poros de la piel.
El amanecer será un
reparto de gajos de luz, para que nos alimente su zumo de potencia, su sonrisa, su esperanza.