Casi a
las once de la noche de este viernes, las calles céntricas y peatonales eran como el
salón común de muchos de sus ciudadanos, un salón de tabiques derrumbados para
que todos quepan con comodidad.
No es oficial,
pero tengo la sensación de que las verdaderas fiestas populares de la ciudad son
las que se celebran durante el Titirimundi. Una celebración que, además, es un
imán poderoso para muchos cientos de visitantes.
Como cada año,
a punto de alcanzar mayo su medio, Segovia se convierte en un recinto para que
los sueños se disfracen de sonrisas en los rostros de los niños y cuantos les
acompañan.
Y como cada año,
llego a la misma conclusión: los títeres (da igual su pedigrí, raza, tamaño o
sistema de manipulación) tienen concertada una cita anual en este pequeño lugar
del mundo, aquí, al sur de la alta meseta castellana. Es un encuentro
improrrogable desde hace veintiséis años. Sus manipuladores y los niños y los
grandes, sean segovianos, sean visitantes, no lo sabemos. Pensamos —al torpe
modo humano de reflexionar— que somos nosotros quienes les sacamos por las
calles, los patios y los teatros, para que nos diviertan, o nos descubran
historias curiosas, sorprendentes o habilidades insospechadas…
Pero tal cosa
es pura apariencia, nada que ver con la realidad…
A partir de la
media noche, y hasta que comienzan las actuaciones oficiales de la mañana
(cuando la algarabía de los niños se torna banda sonora de la ciudad), los
títeres abandonan baúles, mochilas, cajones, maletas, furgonetas, coches,
camiones, carromatos… cualquier lugar donde les hayan dejado reposar los
cansados titiriteros y salen a departir sobre sus asuntos, salen a buscar la
inspiración para crear las próximas historias, ésas que los titiriteros creen
que se les han ocurrido a ellos. Si uno supiera el lugar secreto donde se reúnen,
vería departir en igualdad de condiciones a las criaturas que ocupan las manos
o dirigen los hilos de jóvenes aficionados, algunos de ellos bohemios, los perroflauta,
junto a los muñecos alta alcurnia, esos que trabajan sobre las tablas de los
teatros, contando historias para adultos, o con los ancianos y sabios muñecos
autómatas que hacen volar la imaginación fascinada —más de adultos que de niños—,
o con esas marionetas de cachiporra que se sorprenden de que el mismo golpe
sobre la misma cabeza produzca la misma hilaridad infantil, o con esos otros polichinelas
de diseño contemporáneo. Ninguno pide pasaporte a otros (por más que lleguen de
países lejanos), ninguno se extraña por tanta pigmentación tan distinta sobre
las pieles, ninguno tiene miedo por estar al lado de alguien distinto, ninguno
sospecha que otro va a robarle el modo de vivir. Porque todo cuanto hagan bien
saben que es insuficiente para alcanzar el objetivo soñado una y otra vez, sin
desmayo, sin fatiga.
Lo más
importante de esas reuniones nocturnas y recónditas, de esos paseos secretos
por la ciudad, lo principal es que se reencuentran tras un año (más en algunos
casos), o conocen a nuevos títeres que aprenden de los más veteranos, e
intentan con todas sus fuerzas —que no son pocas— transmitir ilusión a cuantos
se acercan hasta ellos. En los últimos tiempos su empeño es más notable, pues
saben bien en el momento por el que pasamos los humanos a quienes en el fondo
quieren y aprecian. Aunque son conscientes del escaso poder real de su
esfuerzo, no por eso cejan en su determinación, no por ello desfallecen. Saben que
un poco de ilusión no es suficiente medicina para sanar tanta penuria, pero
saben que esas vitaminas pueden ser vitales para que el corazón afronte con un
poco más de decisión el futuro.
Aquí están, aquí
han llegado para reponer en las baterías de los corazones algo de ilusión y
optimismo, una sonrisa luminosa que perdure. Parece que este año (a diferencia
de los últimos) el cielo se aliará con ellos.
Quizá por todo ello, las calles
céntricas y peatonales parecían estar revestidas para celebrar la verdadera fiesta de
Segovia, aunque fuera a las once de la noche de este vienes de mayo.