Cómplices

Jueves, 14 de junio de 2012


Este juego tiene muchas cosas que lo hacen tan especial, tan atractivo, tan emotivo, pero tiene algunas por las que, a veces, uno cree que debería odiarlo.
Es imposible, lo sé, porque en cuanto dos grupos están dispuestos a mover una pelota de un lado a otro, mis ojos no pueden evitar fijarse en sus correrías.
Me disgusta, por ejemplo, la falta de memoria de este deporte. Si es verdad que la vida es efímera, que el tiempo pasa como pequeñas palpitaciones veloces, en el mundo balompédico tal circunstancia es más intensa aún. El presente es omnipotente, el presente es carnívoro, el presente es voraz. Sólo queda el recuerdo para los largos días del verano, para las tertulias de algunos viejos aficionados que trenzan relatos casi fantásticos sobre la añoranza de su pasado, cuando la competición se toma un respiro, y, a veces, ni eso.
Pero lo que más odio de este juego son las reacciones de algunos de los seguidores, que cargan sobre las espaldas de este deporte sentimientos de odio hacia el rival, hasta llegar a límites vergonzantes. Cuando hablamos de selecciones nacionales, esto aún es más grave, pues la idea patriótica en algunos casos rima en consonante con xenofobia y nacionalismo intolerante.
En este Eurocopa de 2012, contemplar algunas hinchadas —como me ha sucedido en otros torneos— produce cierto repelús. Uno no ve solamente pasión por su país, sino que enseguida se percibe hostilidad contra el resto. Se parecen demasiado a hordas de organizaciones paramilitares.
Por eso ha sido un privilegio disfrutar del espectáculo que los seguidores de Eire han dado en las gradas del estadio polaco de Gdansk, celebrando el partido de su equipo ante España, aunque su equipo haya perdido por cuatro a cero. Sinceramente, y lo digo como lo siento, emocionaba escuchar los cánticos, casi a modo de himno, que los irlandeses han ofrecido a sus jugadores durante casi todo el partido, sobre todo en los diez últimos minutos, cuando los cuatro goles que les ha endosado nuestro combinado debían pesar como losas insoportables sobre los hombros de sus jugadores.
Quizá el próximo lunes, cuando España juegue con Croacia no pueda decir lo mismo.
Los irlandeses entienden bien el fútbol, como sus vecinos británicos. Ellos han hecho de este deporte un momento para la celebración y el encuentro festivo. Sin embargo, otros continúan pensando que detrás de una derrota o una victoria en un partido de fútbol, se ganan o se pierden más cosas. Algunos, incluso, llegan a pelearse por las calles.
No creo, nunca lo he creído, que el fútbol en sí mismo sea alienante. Me parece que es alienante cuando invade todos nuestros espacios, cuando no somos capaces de circunscribirlo a un par de horas de entretenimiento más o menos apasionado.
Este deporte tiene muchas cosas hermosas, con ellas me quedo, y por eso no podrá dejar de gustarme y ser uno de mis pasatiempos favoritos. Dos de ellas se han visto en el partido de esta noche: el trabajo colectivo en el que las mejores cualidades de cada persona se ponen al servicio de un objetivo común, lleva al éxito del grupo; la otra es la idea de que uno va a un estadio a disfrutar, porque un partido es una fiesta. Y si no gana tu equipo, no sucede nada grave: por encima de esa frustración momentánea, debería estar siempre la celebración.
Irlanda no sólo ha perdido contra España, sino que con esta derrota queda fuera de la competición. Es decir doble derrota. Sin embargo sus hinchas cantaban (aunque muchos con lágrimas en sus ojos) Fields of Athenry, ese hermoso canto a la libertad.