Este juego tiene muchas cosas
que lo hacen tan especial, tan atractivo, tan emotivo, pero tiene algunas por
las que, a veces, uno cree que debería odiarlo.
Es imposible, lo sé, porque
en cuanto dos grupos están dispuestos a mover una pelota de un lado a otro, mis
ojos no pueden evitar fijarse en sus correrías.
Me disgusta, por ejemplo,
la falta de memoria de este deporte. Si es verdad que la vida es efímera, que
el tiempo pasa como pequeñas palpitaciones veloces, en el mundo balompédico tal
circunstancia es más intensa aún. El presente es omnipotente, el presente es
carnívoro, el presente es voraz. Sólo queda el recuerdo para los largos días
del verano, para las tertulias de algunos viejos aficionados que trenzan
relatos casi fantásticos sobre la añoranza de su pasado, cuando la competición
se toma un respiro, y, a veces, ni eso.
Pero lo que más odio de
este juego son las reacciones de algunos de los seguidores, que cargan sobre las
espaldas de este deporte sentimientos de odio hacia el rival, hasta llegar a límites
vergonzantes. Cuando hablamos de selecciones nacionales, esto aún es más grave,
pues la idea patriótica en algunos casos rima en consonante con
xenofobia y nacionalismo intolerante.
En este Eurocopa de 2012,
contemplar algunas hinchadas —como me ha sucedido en otros torneos— produce
cierto repelús. Uno no ve solamente pasión por su país, sino que enseguida se
percibe hostilidad contra el resto. Se parecen demasiado a hordas de organizaciones paramilitares.
Por eso ha sido un
privilegio disfrutar del espectáculo que los seguidores de Eire han dado en las
gradas del estadio polaco de Gdansk, celebrando el partido de su equipo ante
España, aunque su equipo haya perdido por cuatro a cero. Sinceramente, y lo
digo como lo siento, emocionaba escuchar los cánticos, casi a modo de himno,
que los irlandeses han ofrecido a sus jugadores durante casi todo el partido,
sobre todo en los diez últimos minutos, cuando los cuatro goles que les ha
endosado nuestro combinado debían pesar como losas insoportables sobre los
hombros de sus jugadores.
Quizá el próximo lunes,
cuando España juegue con Croacia no pueda decir lo mismo.
Los irlandeses entienden
bien el fútbol, como sus vecinos británicos. Ellos han hecho de este deporte un
momento para la celebración y el encuentro festivo. Sin embargo, otros continúan
pensando que detrás de una derrota o una victoria en un partido de fútbol, se ganan o se
pierden más cosas. Algunos, incluso, llegan a pelearse por las calles.
No creo, nunca lo he creído,
que el fútbol en sí mismo sea alienante. Me parece que es alienante cuando
invade todos nuestros espacios, cuando no somos capaces de circunscribirlo a un
par de horas de entretenimiento más o menos apasionado.
Este deporte tiene muchas
cosas hermosas, con ellas me quedo, y por eso no podrá dejar de gustarme y ser
uno de mis pasatiempos favoritos. Dos de ellas se han visto en el partido de
esta noche: el trabajo colectivo en el que las mejores cualidades de cada
persona se ponen al servicio de un objetivo común, lleva al éxito del grupo; la
otra es la idea de que uno va a un estadio a disfrutar, porque un partido es
una fiesta. Y si no gana tu equipo, no sucede nada grave: por encima de esa
frustración momentánea, debería estar siempre la celebración.
Irlanda no sólo ha perdido
contra España, sino que con esta derrota queda fuera de la competición. Es decir doble derrota. Sin embargo
sus hinchas cantaban (aunque muchos con lágrimas en sus ojos) Fields of Athenry,
ese hermoso canto a la libertad.