Víspera de San Juan. Anoche a las
once o más, todavía pude contemplar una fragancia de luz de ocaso hacia el norte. Una luz casi
líquida, como una luminaria marina. Son los días del solsticio veraniego.
La pena es que en nuestra
vida sea el solsticio de invierno, cuando la luz que predomina es la de la
noche, cuando la temperatura que más abunda es la que hace insondable al hielo. Y aunque podamos descubrir en la entraña más penumbrosa de la madrugada el claror diminuto de las estrellas, y tal visión sea capaz de convertirse en esperanza que alimente nuestras ganas de vivir, no es lo mismo.
No nos dejemos engañar. No es lo mismo.
El ser humano a diferencia
de la mayoría de especies animales, tiene la capacidad de adaptarse a casi
todos los climas, incluso al del infierno, que, a mi modo de ver, es un infinito desierto de hielo, oscuridad y soledad.
Ojalá que el fuego que
arderá esta noche en tantas ciudades y tantos pueblos, de Norte al Este, del Sur al Oeste, sea el fuego de la destrucción del frío, de la oscuridad, del mal que
acecha, del mal que nos acecha.
Ojalá que en el solsticio
del verano, nuestras vidas decidan vencer al solsticio de invierno.