Ahora que ando leyendo “Anatomía de un instante”, de Javier
Cercas —un ensayo que me está apasionando como apasionan las novelas de
misterio e intriga, aunque uno sepa el final y buena parte de la trama—, me doy
cuenta (una vez más) de la fragilidad de la memoria.
A mis dieciocho años, se
produjeron todos los acontecimientos del 23F. Es verdad que recuerdo con nitidez
dónde estaba, qué hacía (o que iba a hacer) cuando tuve noticia del asalto al
Palacio de Congresos; es verdad que recuerdo con precisión qué hice y qué cosas
se me pasaron por la cabeza en aquellas horas, al menos hasta que el Rey
—vestido con el uniforme de Capitán General— apareció en el cuarto de estar de
mi casa, a través del televisor, para dejar clara constancia de que no apoyaba
la intentona golpista.
Es verdad que con esa edad
me consideraba un joven preocupado por las cosas que sucedían a mi alrededor:
leía prensa y libros, escuchaba tertulias, procuraba contrastar unas opiniones
con otras. Y, sin embargo, me doy perfecta cuenta de que no sabía absolutamente
nada de lo que realmente había sucedido. Ni procuré ahondar sobre cuanto se escribió o se dijo al respecto, una vez pasados unos días del
secuestro de los diputados. Por así decir, me fui quedando con los titulares. A medida
que el calendario se alejaba de la fecha, me preocupaba menos lo relacionado
con el asunto. Sin embargo, cada vez me preocupaba más lo relacionado con el
fondo del asunto. Quiero decir que el acontecimiento del 23F en sí mismo pasó
a ser menos importante para mí que los cimientos sobre los que se edificó
aquella asonada felizmente frustrada. Comprendí que el mesianismo —sobre todo
cuando el mesías de turno dispone de instrumentos tan expeditivos como las
armas y los ejércitos— es el afán más peligroso para la convivencia en
libertad, porque el mesías —mucho más si maneja pistola— nunca
permitirá la libertad como elemento de básico de la convivencia. Y no lo puede
permitir por algo muy simple, algo que anida en la propia genética del mesías:
si encarna la verdad, no es necesario plantear preguntas, ofrecer alternativas,
confrontar soluciones; sólo es necesaria la adhesión fiel, mejor dicho, ciega.
Hoy, mientras leo fascinado
el libro de Cercas, me doy cuenta de que entonces, a pesar de mi interés y mi
supuesta información, apenas conocía nada de los entresijos que fueron haciendo
posible el caldo de cultivo donde creció la intentona.
Mejor dicho, aunque conocía
el malestar social que provocaban los continuos y viles asesinatos de ETA,
aunque conocía el proceso de descomposición de la UCD y la vertiginosa
velocidad a la que Adolfo Suárez perdía apoyos por todas partes, aunque barruntaba
que los militares sólo estaban esperando un gesto para recuperar el régimen
castrense en España, aunque me daba cuenta de la fuerza que iban tomando los
grupúsculos fascistas en las calles —sobre todo en calles de levíticas ciudades
como Segovia—, no intuía —como la inmensa mayoría— que todo estuviera tan
cerca.
Y es que, por mucho que uno
quiera informarse, más aún, por mucho que uno se informe, es mucho más lo que
se oculta, lo que no trasciende, lo que se lleva en secreto.
En la tarea
del buen gobernante uno de los ingredientes básicos es la discreción, cuando
no el secreto, pues de lo contrario muchas cosas se podrían ir al traste. Pero
en la mayoría de los supuestos, tal sigilo no se produce como consecuencia de
la prudencia, sino, más bien, como estrategia destinada a obtener ventajas
personales (o partidarias) o como recurso para evitar aminorar parcelas de
poder, personal (o partidario).
A lo largo de la historia
humana se repite con machaconería irritante este esquema. En este clima de secretismo los
políticos empiezan a ser un problema, la clase política comienza a
convertirse en odiable para la ciudadanía, porque los ciudadanos perciben que
sus problemas les traen al pairo a sus supuestos representantes, sólo
preocupados por llegar al poder o por mantenerlo a toda costa. Si la España de 1981 fue caldo de cultivo propicio para un intento de
pronunciamiento militar, la culpa fue, en parte no pequeña, de la mediocridad y del afán de poder de
la clase política española. (Treinta y un años más tarde la casta de políticos
es igual de mediocre, y sólo se manifiesta interesada en arribar al poder, o
mantenerse en él a cualquier precio. El sabor del caldo en que hoy vivimos se
va pareciendo cada vez más al pútrido gusto de aquel caldo).
Acaso, en el fondo, así se
explique porque a esa mayoría silenciosa poco le importe la forma en que se le
gobierne. Esa mayoría tiene clara conciencia de que gobierne quien gobierne, lo
va a hacer, en primer lugar, para medrar en lo personal (o en lo partidario).
Luego, pero sólo más tarde, y si no queda otro remedio, se preocupará de la
ciudadanía. Esa mayoría aspira, quizá investida de un fatalismo histórico del
que no se puede desnudar, a vivir en paz (o lo que se entiende por paz) y con
cierta holgura económica (sabiendo que nunca habrá estridencias en este
asunto).
Entre las tesis u opiniones
que sostiene Javier Cercas en este libro, me llama la atención una: si el golpe
hubiera triunfado, España no habría opuesto resistencia. Quizá la manifestación
de apoyo a la democracia que llenó las calles de Madrid unos días más tarde,
hubiera sido similar si un nuevo gobierno de unidad nacional hubiera emergido como solución al pronunciamiento militar (en el caso de que hubiese triunfado el
golpe, la idea que el general Armada tenía del golpe).
A primera vista uno se remeje inquieto en el sofá donde lee, pero a poco que repase en su memoria y
contemple a su alrededor, no le queda más remedio que darle la razón al
escritor cacereño.
Los políticos deberían
aprender de la historia. Incluso de la más reciente. Cuando la solución se
convierte en un problema, entonces el problema se agrava en proporciones
exponenciales. Juegan con la ventaja del desinterés de las personas por la
política, ese desinterés lo han cultivado con esmero y éxito. Pero lo mismo,
una vez más, esa supuesta ventaja, a la larga, es su gran desventaja, o la fosa
donde serán enterrados.
Estoy convencido, siempre
lo he estado, que una sociedad politizada (no en el sentido partidista, sino en
el sentido de manifestar su opinión sobre los temas que afectan a la mayoría), es
una garantía para evitar involuciones totalitarias, sin embargo, los políticos
—anclados en esquemas decimonónicos— por mucho que me den la razón, piensan
exactamente lo contrario. Si pudieran, unos cuantos añadirían un artículo a la
Constitución en el que se dijera lo mismo que se puede leer en los azulejos de algunos bares y
tabernas: Prohibido hablar de política.