Últimamente pienso que la inspiración
tiene que ver con las antenas del corazón. No creo —nunca lo he creído—, que la
famosa musa se aparezca en exclusiva de unos pocos. Al contrario, creo que está
ahí, a nuestra disposición, para uso y disfrute general, casi como un bien común.
Pero, al mismo tiempo y cada día más, siempre he pensado que hay que revestirse
del mono de faena y trabajar para encontrar algo de su esencia: buscar el
hontanar donde la fuente mana.
Creo con firmeza que del
colectivo brotan ideas, temas, conceptos, anhelos, sueños o pesadillas que, de
algún modo misterioso, ocupan o van ocupando su lugar. Quizá nuestra labor
consista en encontrarlos en el vasar correspondiente y darles una determinada y
personal forma externa. Esa sí es la tarea personal, única e intransferible que me compete. A los demás les queda la opción de recibirla o rechazarla. Y en
ambas circunstancias (la de crear y la de valorar lo creado) nada debe ser
impuesto, sino que la libertad y el respeto han de ser la norma básica. Porque si
nadie —por muy alta que fuere su jerarquía— debe impedirme el tema y el modo de
plasmar lo que percibo, a nadie se le puede obligar a que acepte y le guste mi
propuesta.
Es una labor que requiere tiempo,
dedicación, esfuerzo: silencio, concentración, enmiendas, añadidos, tachaduras,
retoques y más retoques. Pero sobre todo requiere sentirse parte de la trama de
la vida y requiere dejarse decantar incesantemente, como la piedra del río es
pulida sin pausa por la transparencia liviana del agua. Saberse parte minúscula de esa
urdimbre, sí, pero nunca ajena ni diferente ni, mucho menos, superior en algo. Soy
consciente de representar una ínfima porción que ha sido enlazada a quienes me anteceden y, por tanto, no puedo (ni debo) ser ajeno a la hilatura que me precede ni a la
que me acompaña.
Algunas veces uno encuentra
la veta de modo casual, pero son las menos. Lo normal es que confunda la auténtica
inspiración con una mera ocurrencia. Me aplico a la tarea con tenacidad —aunque
menos de lo que quisiera, puesto que la vida impone peajes siempre improrrogables—, porque sé que, de vez en cuando, en la monotonía de
una tarde de lluvia tras los cristales, quizá aparezca un cabo casi invisible
del que acaso se pueda tirar con algo de solvencia para encontrar unos centímetros
de ese hilo que pueda acercarme hasta el ovillo.
Algunos días el desánimo me
empuja hacia el silencio o la inactividad; pero por una razón que no sé con qué
tiene que ver, no puedo permanecer mucho tiempo en tal actitud de desidia. Algo
superior y ajeno a mí mismo me empuja desde dentro para que no desfallezca,
para que continúe batallando conmigo mismo, para que intente afinar o limpiar
esa antena o, mejor dicho, para que mis ojos se esfuercen con más pericia en
desentrañar el contenido preciso de las imágenes que aparecen de continuo en la
pantalla de mi radar.
A ese laboreo me limito.
Lo demás no es cuenta mía,
lo demás ya no es de mi incumbencia, aunque esto no quiere decir que no me
preocupe o no me importe. Mentiría como un niño si afirmara que me es
indiferente el resto del proceso creativo, o sea, cómo llega (si llega) al
receptor mi creación y cómo el lector lo acepta o lo rechaza, porque soy muy
consciente de que la obra se completa, no cuando uno la concluye, sino cuando
el lector (en mi caso) ha ejercitado sobre ella su derecho a la lectura.
Sin embargo sé que el único
camino coherente tiene como cimiento la honestidad con uno mismo. Pretender amoldarse
a las modas para recibir más vítores o alcanzar repercusión, sería tanto como
mentir a todos, empezando por mí mismo. Es decir el mejor camino hacia el
abismo o la locura.