Quienes hoy hayan acrecido sus
cuentas corrientes, a costa de este país, morirán un día. Y esto es un hecho científico
e indiscutible, aunque no nos consuele, ni tenga que ver con la inmediatez del
sufrimiento y la angustia que su usura avarienta causará a muchos que ni
siquiera podemos entender muy bien todo este asunto. Ya sé que, probablemente, serán
los mismos que llevan un par de años actuando del mismo modo; pero aún así,
también morirán.
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Apelan como único argumento a la
herencia. Con tanta imaginación, no se ganarían la vida ni como guionistas de
una serie de dibujos animados para niños de tres años. Digo esto por no entrar
en el fondo de la cuestión, que también es discutible, por cuanto las verdades
a medias suelen ser peor que mentiras. Y no por mucho repetir algo, esto se
convierte en verdadero…, aunque en apariencia así parezca.
Pero tienen algo de
razón. Son reos de la herencia, sí, pero de la herencia de su oposición que se
labró en el deseo —no disimulado— de que cuanto peor para España, mejor
para ellos. Su anhelo obsesivo y neurótico por llegar el poder está teniendo
sus consecuencias. Como se decía en otros tiempos, en el pecado llevan su
penitencia. Lo malo para nosotros, que al fin y al cabo somos las víctimas (de antes y de ahora), es que acarreamos sus culpas (las de ayer y las de hoy).
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Antes se trataba de torpezas o
errores gubernamentales que nos llevarían al desastre, hoy son feroces ataques
de especuladores sin conciencia. Antes eran desastres previos al Apocalipsis de
la nación, lo que hoy son semanas difíciles. Con cuatrocientos puntos de
diferencia sobre el bono alemán, se rasgaban las vestiduras, tal que viejos
profetas anunciando el final del mundo; cuando esa diferencia se ha disparado
hasta los seiscientos diez puntos, se despacha el asunto afirmando que se
vivimos momentos duros de los que se saldrá si todos arrimamos el hombro. [En los tres casos tienen razón hoy; en los tres casos mentían antes]. De
paso, casi de soslayo, como quien no quiere decirlo, se nombra el santo nombre
de España, cuya encarnación parece que les pertenece en exclusiva. Según ellos
y muchos de quienes le jalean como vergonzosos hinchas, pensar de otro modo es
incompatible con la españolidad. Y así llevamos un par de siglos…, o más.
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Que todos arrimemos el hombro es una
idea magnífica. ¿Quién lo duda? Pero, ¿en qué consiste arrimar el hombro? Si es
lo que yo pienso, algo no me cuadra. Me da la impresión que quienes más
esfuerzo hacemos somos quienes menos tenemos que ver con las razones que nos han
traído hasta aquí. Entre tanto, quienes más tuvieron que ver con todo el
asunto, quienes robaron, desfalcaron, malversaron, engañaron y fueron engañados
por su afán avariento, se disponen a recibir cantidades astronómicas para
administrarlas como si fueran gestores ejemplares, a sabiendas de que un nuevo error suyo, será un nuevo latigazo sobre nuestras espaldas.
A lo mejor estoy
equivocado, pudiera ser. Pero uno tiene la impresión de que todo lo que está
sucediendo se asemeja a un relato surrealista o irracional en el que el asesino
confeso en vez de penar su culpa, se hace con el papel de carcelero de la víctima,
quien ha de purgar por haber sufrido un delito en sus propias carnes.
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Aunque la respuesta sea sencilla,
uno no puede dejar de plantear(se) la pregunta: ¿Por qué los gobiernos españoles
—cualquier gobierno— no se atreve a realizar prospecciones en los bolsillos de
las fortunas que en múltiples casos superan en mucho los presupuestos de la
mayoría de Ayuntamientos? ¿Por qué, ni siquiera, se atreven con un tipo de IVA
más elevado sobre los bienes de lujo?
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Acaso conviniera que un buen
profesor de Historia acudiera al palacio de la Moncloa y explicase a su actual
inquilino lo fundamental de los últimos siglos. Parece que alguien ha olvidado
lo que supuestamente debería saber después de haber aprobado en su momento
alguna reválida. Que la historia se repita no es ningún consuelo, cuando uno
atisba la parte de la escena que podría reproducirse (o adaptarse) en estos
tiempos.