Cómplices

Lunes, 23 de julio de 2012


(Reedito esta entrada, lamentando profundamente un tremendo error padecido, pues por error sólo achacable a mis habituales prisas confundí el nombre del poeta Alfredo Piiquer -a quien no conocía previamente- con Federico, nombre que apareció en la anterior versión como se podrá comprobar.
Estimado, Alfredo gracias por hacerme caer en la cuenta de mi error y lamento profundamente el mismo. Te tuve en cuenta, puesto que el poema sobre el mar que leíste me gustó especialmente.)


Bajábamos la calle Real un grupo de poetas. Indistinguibles de los centenares de visitantes y paseantes que a esas horas se mezclan por la calle principal de Segovia: bulliciosa y provinciana, cosmopolita y levítica, todo a un tiempo. Ni siquiera se nos podría distinguir de quienes nos acompañaban; porque junto a nosotros venían amigos, parejas, hijos… que, supongo, todavía andarán cavilando cómo es posible que alcancemos la dicha con un simple ramillete de versos.
Aunque mi jaqueca progresaba adecuadamente, es decir, a ritmo frenético e imparable (y uno sin un iboprufeno que llevarse a la boca), sólo podía reconocer que lo estaba pasando estupendamente. Gracias a Marisa, Laura, Ana, Isabel, Alfredo y Miguel Ángel, que habían llegado desde Madrid convocados por José Miguel, la tarde fue hermosa: versos, músicas, emociones, cafés, cigarrillos, ironía para evitar la ira que los acontecimientos nos producen a todos…
Y Machado al fondo.
Machado fue la razón por la que José Miguel se puso en contacto con la tertulia Gerardo Diego, para proponerles que ofrecieran un pequeño recital a los alumnos norteamericanos de español que, por estos días, concluyen su estancia entre nosotros. El primer centenario de la publicación de Campos de Castilla era un buen motivo. Realmente no hubiera sido necesario ninguno, pero a veces estos hitos del calendario sirven para prender chispas de ideas que, de otro modo, no se nos ocurrirían.
Allí, en la que fuera pensión donde tanto frío pasó don Antonio, estábamos citados a las cinco de la tarde. Cuando llegué, ya esperaba el trío de músicos que amenizó el acto con sus melodías de aires castellanos, pero adaptadas a los tiempos nuevos. El aleo majestuoso y horizontal de una cigüeña sobre el azul inmenso de la tarde me hizo comprender que la cigüeña sería idéntica a las que cantó el poeta (torres de Segovia, / cigüeñas al sol), mas no era ya una de ellas, sino la que veían mis ojos casi un siglo más tarde... Siendo todo igual, todo cambia, nada permanece.
Al poco (mientras Jesús —uno de los músicos— me contaba alguno de sus proyectos futuros, aunque mejor convendría llamarles sueños), aparecieron los poetas llegados de Madrid, con la ilusión y la emoción con la que un poeta se acerca a este lugar. Alrededor de las paredes del patio de que precede a la vivienda se sentaron los alumnos, esos jóvenes de una nacionalidad y todas las razas; esos jóvenes llenos vitalidad, una vitalidad que podría decirse elevada al cubo: por jóvenes, por universitarios y por norteamericanos. A uno siempre le queda la duda, mejor dicho, la fantasía, de lo que se les posará en el corazón a estos chicos después de escuchar algo de poesía en español. Una poesía para ellos nueva, puesto que Ana, Alfredo, Marisa, Isabel, Laura, Miguel Ángel y José Miguel recitaron sus versos, al amparo de los versos del maestro.
Si la poesía, a veces, es difícil de aprehender en tu propio idioma, cuando la escuchas en otro diferente, uno que no dominas con total pericia, debe ser algo más complicado; pero, quizá, precisamente por ello, captaran mejor la esencia de los poemas: nostalgia de la infancia, el mar como destino de la vida, la esperanza del milagro aunque el olmo este seco y en su mitad podrido, la protesta por la situación a la que nos someten, el amor, la ausencia del amado, la nostalgia que produce la distancia…
Como no podía ser menos, a continuación visitamos la pensión donde durante trece años durmió y escribió aquel hombre de torpe aliño indumentario. Creo que, de las veces en que he estado allí, ha sido la más numerosa. Entre nosotros, Pepe Sacristán quien por la noche actuaba en el Festival de Segovia, precisamente con el montaje "De los días azules al sol de la infancia. Caminando con Antonio Machado". 
Como siempre, la joven guía demostró el amor que siente por este lugar, por ese hombre, en el buen sentido de la palabra, bueno, por su vida, por su obra. Como siempre —creo que es inevitable ya—, me volví a emocionar en el instante de la lectura de la última carta que escribió a España el académico que no tomó posesión de su sillón en la RAE —carta dirigida a Bergamín en concreto—, ya desde Colliure. Esa palabra subrayada, “impeorables”, refiriéndose a las condiciones en que había llegado al pueblecito, se me clava como un dardo envenenado cada vez que la escucho. ¿Cómo fue posible que este país llegase hasta ese punto? ¿Cómo fue posible que alguien locamente enamorado de España tuviese que afrontar el destierro en unas condiciones impeorables?
Y si he citado al actor, no es por señalar su presencia sin más, ni por presumir de haberme codeado —aunque sólo fuera media hora— con una celebridad. Al final de la visita, cuando ya la guía (apurada por el horario de la siguiente visita) nos pedía que abandonásemos el lugar, Pepe Sacristán nos explicó —firme, convencido, emocionado— que la poesía de Machado llega al corazón de la gente; que él lo está viendo en este tiempo en que sube a las tablas el montaje (el año pasado lo pasó entero en Argentina, precisamente con este espectáculo); que cuando acaba su actuación, sabe que los aplausos no son sólo para él y la pianista que le acompaña —Judith Jáuregui—, ni por la actuación, sino, más bien y sobre todo, a los propios versos del poeta sevillano. Añadió que cuando acaba la interpretación, siente que no sólo ha cumplido con su trabajo profesional, sino con un deber cívico, porque la poesía de Machado hoy suena como un trallazo en las conciencias. Y que en la sociedad en que vivimos es necesario un rearme moral por parte de todos. "Y cuando digo todos, me refiero a todos", dijo. “Porque lo de la izquierda en este país no tiene nombre. Y lo digo yo que soy de izquierdas", subrayó. Faltó aplaudirle.
Y uno, escuchando la poderosa y vibrante voz de Sacristán, pensaba en el hombre que se paraba a distinguir los ecos de las voces muerto por esas ideas progresistas; en ese hombre con gotas de sangre jacobina recorriéndole las venas que en abril de 1931 izó la bandera tricolor en Segovia; y uno pensaba, esperanzado a pesar de todo, en la imposibilidad de manipular siempre la verdad.
No es de extrañar, después de estos momentos tan intensos, que, ya sentados en una terraza de la Plaza Mayor, la conversación girase hacia donde giró.
Volví a comprobar que el estupor ante lo que está sucediendo, no sólo ocupa mi corazón. Muchos, quienes no conozcan de cerca a un poeta —bueno, malo o regular ahora es indiferente—, todavía pensarán en seres ensimismados, cuando no egocéntricos sin remedio, practicantes de un solipsismo enfermizo e incurable. Y no es verdad. O no es verdad del todo. O no es verdad siempre.
El poeta no puede escribir un solo verso, sin haber mirado antes al mundo; a veces es su propio mundo interior; pero en muchas ocasiones ese mundo interior que retrata con sus palabras es un espejo del interior de muchas otras personas, y el poeta lo sabe, y como lo sabe escarba y excava en su corazón, porque se sabe igual al resto.
Se fueron a Madrid —quizá no pudieran evitar el tradicional y exasperante atasco de entrada a la capital—. Nosotros regresamos a casa con mi jaqueca divirtiéndose de lo lindo, mientras rebrincaba como un potrillo alrededor de mi cabeza.
Pensaba, entretanto, en cuánto le debo a este mundo de Internet. 
Sólo circunscribiéndome al domingo: sin él (y más en concreto sin Paloma Corrales) no habría sido posible este contacto con Laura. Sin él, y más en concreto gracias a Twitter, no habría conocido a Marisa. Sin ellas, no habría conocido a Miguel Ángel, Ana, Isabel, Alfredo y José Miguel (así como sus acompañantes)… Una historia de lazos y eslabones, una urdimbre de afinidades que va conformando, quizá, la propia vida.
A veces, no lo sé, la vida es esto, una continua influencia de seres que van marcando la existencia de uno, quizá moldeándola con un cariño similar al que el escultor anarquista Emiliano Barral esculpió en piedra rosa, el rostro de aquel cuya infancia era el recuerdo de un patio de Sevilla...