Se crece no por el paso
de los días —o los años—. El verdadero crecimiento tiene que ver mucho más con
procesos internos, con experiencias que, viniendo desde el exterior, consiguen
que algo interior varíe. A veces es un apuntalamiento de una intuición; otras,
extirpa una vieja idea quizá preconcebida, o quizá olvidada allá dentro, como
algunas veces quedan objetos inútiles y rotos tras una limpieza general; de vez
en cuando aparece una novedad; en pocas ocasiones, pero también ocurre, una luz
potente empieza a alumbrar un posible camino.
Quizá estos sucesos —que
pueden acaecer sin salir del sofá— sean los más importantes, mejor dicho, los más
decisivos, porque aunque no impliquen nada concreto (aún), orientan el camino. Como
ocurre con las plantas, acaso lo más determinante en su proceso de desarrollo tenga que ver con la luz que reciban; la que necesiten, ya que para algunas los rayos del sol directos ocasionan perjuicios irreversibles. La luz frontal del sol no alumbra, sino que deslumbra y ciega y puede provocar un daño
irreparable. Bien lo sé, y mejor no
recordarlo ahora.
[¿Por qué ciertos recuerdos
se clavan como una estaca en el corazón y cualquier cosa golpea sobre ella,
para que se ahonde un poco más dentro de la carne, aunque hayan pasado tantos
años…?]
En sueños, durante la adolescencia,
se puede fantasear con afrontar con éxito cualquier tarea por
dura o por difícil que ésta sea. Emprender un camino casi infinito,
inabarcable. Nada puede detener la osadía juvenil en estado puro. Precisamente esa
pureza de intenciones, ese idealismo edénico, es el que nos puede salvar de más
de un sopapo recibido de los mayores, que, acaso, se contemplen a sí mismos en
el espejo de la juventud.
Probablemente la primera
muestra de maduración es que uno comprende que las dificultades insoslayables
para salvar el mundo empiezan en uno mismo, pues las limitaciones personales —cuanto
más íntimas, o no físicas, más personales, porque son más ajenas a los demás—
son las que van situándonos en nuestro sitio.
Es como si una amapola,
cuando aún no es siquiera tallo, creyera que va a ser ciprés y va a escalar
altura hasta hacerse Enhiesto
surtidor de sombra y sueño que acongoje al cielo con su lanza; pero al romper
la piel de la tierra y recibir la luz comprenderá que su misión es permanecer
en las cunetas, florecer en rojo, ser libada por algunos insectos, aparecer
como figurante en algunos cuadros de paisajes, pero al cabo ser amapola, lindísima amapola.
He terminado de leer en
estos días La Sima (Seix Barral 2009) de José María Merino. La
dedicatoria de la novela (novela de tesis, confirma sin empacho, casi diría que
con una sonrisa, el leonés en la última frase) se divide en tres partes. La
primera tiene que ver con tres intelectuales españoles de muy diferentes épocas
(muy trágicas) de la historia de España: Pedro de Cieza de León, Antonio Pirala
y Manuel Azaña, “cronistas doloridos de
la confrontación de España”. La tercera es, escribe, un “homenaje” a cuatro doctorandos (Maricarmen,
Ana, María y Paco) cuyas tesis (intuyo) han servido de modo fundamental para
dotar de credibilidad al protagonista de la novela. La segunda —que es la que
ahora me interesa— dice:
“Para quienes
son partidarios de la concordia civil”.