Aquello que uno debiera saber —pues
tantas veces se lo han dicho—, pero no tiene interiorizado con el vigor
suficiente; aquello que uno debiera comprender —pues en tantas ocasiones ha
pensado sobre ello—, pero no ha sabido ver por su tremenda hipermetropía…
Sin embargo —y gracias a
este invento de Internet y de los blogs— hoy he rescatado una tríada de esos saberes que, en realidad, es como si nunca hubiera tenido, pues no formaban parte de mí.
Espero, simplemente, que no se me olviden.
Parece que este verano —tan
lleno de cierta desidia interna— está siendo propicio para el aprendizaje, o
para el re-aprendizaje (valga el palabro).
Cada día estoy más
convencido de que sólo se puede avanzar en la vida cuando se tiene la clara
conciencia de que aprender es lo único que realmente merece la pena. Cuando uno
siente que lo sabe todo, quizá es cuando ha llegado la hora de ir recogiendo
los papeles, para que la mesa quede vacía y otro no tenga que padecer el mal
trago de tener que deshacerse de ellos.
La vida tiene más aliciente
el día en que encontramos algo nuevo —aunque sea algo ya sabido—, quizá porque
ese día, ese momento, retornamos de algún modo a los sentimientos de la
infancia, cuando éramos como una capa de nieve recién caída, sin que una sola
huella —ni siquiera de gorrión— hubiera dejado su marca sobre su blancura.
A pesar de todos los
pesares —y son muchos—, uno se siente más humano cuando percibe que todavía
tiene, no sólo capacidad para aprender algo, sino ganas, muchas ganas, de
hacerlo.