En ocasiones las contradicciones son sólo
eso, contradicciones, cuya trascendencia es limitada. Si se producen en la
esfera personal o en lo familiar, en la mayoría de los casos acabarán siendo anécdotas
olvidables. Pero a medida que estas contradicciones surjan en ámbitos que
afecten a más personas, la cuestión ya empieza a ser preocupante.
Hoy he escuchado las
supuestas conclusiones a las que se ha llegado en la —pomposamente— llamada Mesa de Ordenación del Territorio, auspiciada
por la Junta de Castilla y León. Se trata de reorganizar todo el territorio de
la región más extensa de Europa, con una de las densidades de población más bajas del mundo
y con el índice de envejecimiento mayor de Europa. Después de escuchar a cuatro
o cinco personas que han comentado sobre lo allí debatido —tras ocho meses de
trabajo—, llego a la conclusión de que pronto seremos el desierto más amplio de
Europa. Parece, por lo que he deducido, que la única preocupación real es la de
desorganizar las estructuras que ya existen para que quienes viven del cuento
político, continúen viviendo de él.
Pero con ser gravísimo esto
que digo, no es lo peor. Lo más grave es que tan sesudas operaciones destinadas
—supuestamente— a revitalizar esta tierra que agoniza desde hace tanto, chocan
frontalmente con las ideas —más brillantes aún— que emanan desde el Gobierno
Central, algo así como una efervescencia mística. Allí, en el Gobierno
Central, se aboga por la desaparición inmediata de los municipios cuya población
sea inferior a cinco mil habitantes. Esto, en Segovia, sería dejar cinco
municipios de los hoy conocidos e inventarse otros (¿cuántos?) para agrupar (¿cómo?)
a las setenta mil personas (más o menos) que se quedarían sin el municipio en
que habitan.
La excusa es una auténtica
falacia. La excusa se basa en el ahorro del dinero público, puesto que muchos ediles dejarían de cobrar sueldos. Alguien debería saber que a la inmensa mayoría
de alcaldes y concejales de esta Provincia (y si digo el 80% quizá me quede
corto) les cuesta algo de dinero su puesto.
Los alcaldes de estos
pueblecitos nuestros no son los de las grandes aglomeraciones urbanas que se colocan soldadas de muchos miles de euros. Sería más sencillo, digo yo, que, al igual
que en función del número de habitantes de un municipio, el consistorio está
obligado a prestar y mantener una serie de servicios básicos, del mismo modo,
digo, en función del número de habitantes y según el tiempo destinado a la
gestión de los asuntos públicos se establezca una aportación económica al
regidor de turno, que no necesariamente ha de ser un sueldo fijo.
Es decir, sería más fácil legislar sobre los estipendios de los representantes públicos, porque (y ésa es otra cuestión de la que se habla poco) deberían estar tasados por ley dichos emolumentos. Lo demás es poner a la zorra a cuidar el gallinero.
Y si hay quien no
le parece proporcionado cobrar tan poco dinero por servir a su pueblo (cuando lo cobre), nadie
le obliga a presentarse para la elección. Algún caso habrá, seguro; pero por
lo que uno conoce de la zona rural y del modo de ser de sus gentes, siempre hay
alguien que dedica muchas horas de su vida para que su pueblo no desaparezca, para que crezca incluso.
Acaso en muchas zonas de
España no se entienda lo que digo; pero en Castilla, León, algunas zonas de la
Castilla-La Mancha, el norte de Madrid, Aragón, Cantabria, Asturias, Galicia, Canarias y Baleares, saben de qué hablo y
a lo que me refiero.
Quizá, como en tantas
cosas, convendría acercarse más a la realidad y no legislar únicamente con números generales a la vista. Quizá convendría prever más variables y no medir a todo el mundo
por el mismo rasero.
Quien legisla lo hace en la
carrera de San Jerónimo, o en el Paseo de la Castellana o en las dependencias
del Palacio de la Moncloa, y se olvida que una vivienda de Madrid tiene más
habitantes que muchos de nuestros municipios. Es como si pensaran que las calles mayores de nuestros pueblos se asemejan a la Gran Vía.