Salvo que exista un
acontecimiento realmente decisivo —y traumático en la mayoría de los casos,
bien en los alrededores, bien en el interior del individuo—, es casi imposible
saber cuándo, por qué, cómo, una persona cambia.
De pronto, sin más, has comprendido que ya no eres el mismo, que tu vida ha vuelto a virar su rumbo o, al menos, lo ha modificado sustancialmente.
Quizá suceda que un día
(una mañana o una tarde) hagas algo que llevabas un tiempo sin hacer. Algo que,
sin embargo, era muy agradable para ti. De pronto te das cuenta que no es lo
mismo, que eso ya no resulta tan divertido. Piensas, porque uno casi nunca
quiere romper amarras con nada —mucho menos consigo mismo—, que se trata del hastío de un
día, que la cabeza la tienes puesta en alguna preocupación, que la falta de
práctica se nota, que estás distraído, que estás cansado..., en fin, cualquier excusa sirve para no
reconocer ese viraje. Vuelves a intentarlo otro día (mejor al siguiente, para
que no pase otra vez mucho tiempo), y esta vez pones tu afán en el empeño. Te
concentras, te das razones que persuadan a tu mente, intentas revivir aquellos
días en que aquello te hacía, sino, feliz, al menos dichoso.
Y al día siguiente sucede
algo parecido, o simplemente lo mismo. De todos modos, te pones excusas todavía,
y te dices que aún no eres capaz de confirmar el suceso. Simplemente no es
posible que haya sucedido.
Empiezas a barruntar que el
nuevo rumbo desbarata, por así decir, el viaje en que te habías embarcado convencido de que era tu viaje, un viaje inaplazable. No, no puede ser.
Nadie lo notaría, en
apariencia nada se altera, pero sabes a plena conciencia que si es cierto lo
que estás sintiendo, la alteración será sustancial.
Y, con cierto temor, pero
con la necesidad imperiosa de no vivir en el engaño, vuelves la vista atrás. Quizá
no sea necesario mirar muy lejos…
Lo tienes que reconocer, ese
vigía que escruta cada latido del corazón y que te avisa la primera de
cualquier cambio, incluso de cualquier cambio que aún no ha llegado, pero que
ha de llegar, lleva algunos meses emitiendo avisos, cada vez menos tenues, cada
vez más nítidos. También tienes que reconocer que ya te habías percatado; en el
fondo era imposible no comprender. Y por eso —ahora lo reconoces—, es por lo que
ahora (cuando este par de semanas de vacaciones ponen ante ti las condiciones
mejores para volver a hacer aquello), ya no puedes actuar como si no te dieras
cuenta. Al tercer día se repite la misma situación. El vigía ha dado paso a esa
vocecita dentro de ti empieza a susurrar con la machaconería insoportable de
Pepito Grillo: ‘Menudo fastidio’, o, ‘Vaya pérdida de tiempo’, o ‘¿A ti que se
te ha perdido aquí?’…
Y ahora, cuando has
asistido al espectáculo del amanecer, ese espectáculo que tendrían que estudiar
hasta la extenuación los encargados de la iluminación de las películas,
comprendes que sí, que algo ha cambiado en ti. Has visto con una sutil emoción,
cómo un gorrión alimentaba a su cría que, aunque sepa volar y vista todo su
plumaje pardo, aún no come por sí misma…
Aún no sabes (la
perplejidad todavía es el principal de los paisajes que atrae tu mirada) hacia
dónde irás, si es que vas a alguna parte. Aún no sabes por qué ha sucedido,
aunque empiezas a intuirlo. Aún no sabes cuándo ha sucedido, aunque quizá no ha
sido ahora, ni siquiera hace poco. Quizá lo que sí empieces a intuir es el cómo,
pero acaso eso sea lo menos definitivo, lo menos trascendente. En realidad,
tampoco importa mucho ni el por qué, ni el cuándo. Ha sucedido. Tenía que
suceder.
Ahora eres sincero, sí, pero
también eres cabezota como una mula testaruda, bien lo saben cuantos te conocen
un poco. No vas a dar tan fácilmente tu brazo a torcer. De hecho, en este preciso segundo,
mientras escribes esto, estás lanzándote excusas —una batería de fuego a
discreción que te provoca una triste sonrisa— que intentan justificar con razones precisas, y sólidas, los nuevos intentos de no abandonar, de no reconocer que ya no eres el mismo,
que igual que hubo un día en que tomaste un camino concreto, ha habido otro que
te está empujando hacia otro sendero, pero quizá nace del mismo camino.
En el fondo, esa es la esperanza.