Cuando la luz alumbra la noche
habiendo nacido desde las más hondas entrañas de la tierra, quienes viven bajo candelas artificiales deberían abrir los postigos de las ventanas que
les ciegan y ocultan la vida.
Pero no habrá muchas
opciones. El camino está trazado de antemano. Asistiremos a la agonía
escuchando el lamento hipócrita de las hienas hambrientas y cobardes. Quizá todavía
algunos no sepan cuánta sangre regará un territorio que será fantasma. Lo peor
es que no importan los féretros, ni siquiera importan las lágrimas.
¿Por qué todavía invocamos
el nombre de una tierra, como argumento para explicar lo inexplicable, si es
que esa tierra ha tenido que entregar las llaves de sus puertas?
¿Nadie percibe en el aire
el olor de la afrenta? ¿Nadie escucha aún el sonido de las argollas que uncirán
nuestro cuello?
Sólo hay dos cosas claras.
La primera: a veces, la luz
alumbra la oscuridad naciendo desde lo más oscuro de las entrañas de la tierra.
La segunda: una ley
desconocida, de brevedad inquietante está escrita en el código genético de las
hienas: prohibido dimitir, ni aunque esté en juego la dignidad de los carroñeros.