Contemplar la realidad —o aquello que
por realidad nos embuchan— conduce a la depresión o a la ira, y ambos
sentimientos son perniciosos para el equilibrio y la salud personal. Sería necesario
aislarse de tal bombardeo y dedicarse a lo que importa.
Uno intenta, con todo el
esmero del que es capaz, aprender de los sabios de este mundo que caminan su
vida sabiendo que nada es definitivo, y que todo —alegría y tristeza, salud y
enfermedad, pobreza y riqueza— es mudable, además efímero.
Es sabido por esta cultura nuestra desde hace milenios que a las épocas de vacas gordas, le siguen las de vacas
flacas. Pero por alguna razón, aunque la historia se repita cíclicamente como
cíclicamente llegan y se van los veranos y los inviernos, se olvida la parte
final del relato, ésa en la que el buen administrador aprovecha la época de las
vacas gordas para guardar y así poder capear las necesidades que traen los
tiempos enflaquecidos.
Llevo días planteándome
esta cuestión, y, al final, sólo he llegado a una conclusión: si no se adopta
esa solución, es porque la avaricia anida con todo su potencia y voracidad en
los corazones del ser humano. Es como una hipertrofia de uno de nuestros códigos
genéticos, ése que nos impulsa a vivir, a vivir más, a vivir mejor, o sea, el instinto de supervivencia. Y más aún en este sistema
nuestro capitalista.
Decía el personaje de una
novela que he leído en estos días que el ser humano está abocado al capitalismo
desde el neolítico. No sé si tal aserto podría ser suscrito por un experto. Si
es así, la verdadera razón creo que consiste en la imposibilidad de detener el
deseo de tener y tener. Pareciera que es imposible frenar ese instinto. Como se
demuestra, a poca historia que se sepa, todas las crisis del capitalismo (desde
la primera de los tulipanes holandeses, allá por el siglo XVII) tienen como
sustrato común la avaricia, que en lenguaje técnico viene a llamarse especulación,
y en lenguaje técnico contemporáneo, creación de burbuja. Pero en el fondo, es
todo lo mismo.
Sin embargo, aún siendo
consciente de todo ello, uno no consigue afrontar con el suficiente estoicismo
su día a día, a sabiendas de que todo esto pasará, como pasaron los años
supuestamente bonancibles.
[¿Bonancibles para quiénes?
No desde luego para los que
ahora somos paganos y mirados con la misma inquina con la que se mira a los
delincuentes. Nuestro sueldo, el mismo que ahora es calificado como prebenda,
hace pocos años causaba estrepitosa burla, cuando no jocosos comentarios acerca
de su carácter miserable.]
Y es que uno —quizá un poco
dramáticamente— intuye que esta crisis, en realidad, es una demolición de un
sistema de convivencia. Se trata, en el fondo, de arrinconar a la público,
porque lo público es la única salvaguarda que queda para proteger a los más débiles.
Llevo tiempo repitiendo lo mismo: se trata de asfixiar hasta la muerte la
sanidad pública, la enseñanza pública, la seguridad pública, el transporte público…
Se trata de que unos cuantos empresarios hagan negocio (o sea, amasen fortunas
a nuestra costa) con la sanidad, la educación, la sanidad, el transporte. Se trata,
en fin, de trasplantar al hormigón y al cemento las mismas leyes por las que se
rige la selva: sólo tiene derecho a vivir el más fuerte (léase quien más
tenga).
Y al gran capital, al gran
monstruo insatisfecho, no le interesa tal protección, sino más eficacia, más
rendimiento, menos gasto. Seamos más claros aún: si ellos pudieran —y es lo que
intentan— pretenden que el mercado laboral se asemeje lo más posible al que
ocupa sus días en la India, Pakistán, Brasil, etcétera, etcétera.
Y ante eso es muy difícil
tomarse la vida con calma, con esa mirada estoica del sabio que está convencido
que, a la postre, nada es para siempre, ni siquiera la vida de quienes más
tienen.