Cómplices

Martes, 17 de julio de 2012


Contemplar la realidad —o aquello que por realidad nos embuchan— conduce a la depresión o a la ira, y ambos sentimientos son perniciosos para el equilibrio  y la salud personal. Sería necesario aislarse de tal bombardeo y dedicarse a lo que importa.
Uno intenta, con todo el esmero del que es capaz, aprender de los sabios de este mundo que caminan su vida sabiendo que nada es definitivo, y que todo —alegría y tristeza, salud y enfermedad, pobreza y riqueza— es mudable, además efímero.
Es sabido por esta cultura nuestra desde hace milenios que a las épocas de vacas gordas, le siguen las de vacas flacas. Pero por alguna razón, aunque la historia se repita cíclicamente como cíclicamente llegan y se van los veranos y los inviernos, se olvida la parte final del relato, ésa en la que el buen administrador aprovecha la época de las vacas gordas para guardar y así poder capear las necesidades que traen los tiempos enflaquecidos.
Llevo días planteándome esta cuestión, y, al final, sólo he llegado a una conclusión: si no se adopta esa solución, es porque la avaricia anida con todo su potencia y voracidad en los corazones del ser humano. Es como una hipertrofia de uno de nuestros códigos genéticos, ése que nos impulsa a vivir, a vivir más, a vivir mejor, o sea, el instinto de supervivencia. Y más aún en este sistema nuestro capitalista.
Decía el personaje de una novela que he leído en estos días que el ser humano está abocado al capitalismo desde el neolítico. No sé si tal aserto podría ser suscrito por un experto. Si es así, la verdadera razón creo que consiste en la imposibilidad de detener el deseo de tener y tener. Pareciera que es imposible frenar ese instinto. Como se demuestra, a poca historia que se sepa, todas las crisis del capitalismo (desde la primera de los tulipanes holandeses, allá por el siglo XVII) tienen como sustrato común la avaricia, que en lenguaje técnico viene a llamarse especulación, y en lenguaje técnico contemporáneo, creación de burbuja. Pero en el fondo, es todo lo mismo.
Sin embargo, aún siendo consciente de todo ello, uno no consigue afrontar con el suficiente estoicismo su día a día, a sabiendas de que todo esto pasará, como pasaron los años supuestamente bonancibles.
[¿Bonancibles para quiénes?
No desde luego para los que ahora somos paganos y mirados con la misma inquina con la que se mira a los delincuentes. Nuestro sueldo, el mismo que ahora es calificado como prebenda, hace pocos años causaba estrepitosa burla, cuando no jocosos comentarios acerca de su carácter miserable.]
Y es que uno —quizá un poco dramáticamente— intuye que esta crisis, en realidad, es una demolición de un sistema de convivencia. Se trata, en el fondo, de arrinconar a la público, porque lo público es la única salvaguarda que queda para proteger a los más débiles. Llevo tiempo repitiendo lo mismo: se trata de asfixiar hasta la muerte la sanidad pública, la enseñanza pública, la seguridad pública, el transporte público… Se trata de que unos cuantos empresarios hagan negocio (o sea, amasen fortunas a nuestra costa) con la sanidad, la educación, la sanidad, el transporte. Se trata, en fin, de trasplantar al hormigón y al cemento las mismas leyes por las que se rige la selva: sólo tiene derecho a vivir el más fuerte (léase quien más tenga).
Y al gran capital, al gran monstruo insatisfecho, no le interesa tal protección, sino más eficacia, más rendimiento, menos gasto. Seamos más claros aún: si ellos pudieran —y es lo que intentan— pretenden que el mercado laboral se asemeje lo más posible al que ocupa sus días en la India, Pakistán, Brasil, etcétera, etcétera.
Y ante eso es muy difícil tomarse la vida con calma, con esa mirada estoica del sabio que está convencido que, a la postre, nada es para siempre, ni siquiera la vida de quienes más tienen.