Que me acaben de recomendar
vino y ejercicio (moderadamente en ambos casos, no nos extralimitemos) para conseguir que el colesterol (del bueno, dicen) aumente su
presencia en la proporción de habitantes del organismo no deja de ser una
suerte.
Y una metáfora.
Acercarme a la tierra, a su
festival de vida, escuchar más y mejor los mensajes cifrados que van llegando
desde el propio organismo.
Pertenezco al grupo de
quienes opinan que las largas caminatas son una bendición, incluso para dejarse
embaucar por algún verso que, de vez en cuando, me asalta desde el borde del sendero.
También pertenezco a la facción convencida de quienes opinan que ante una copa (o un vaso) de vino, uno está más próximo a lo verdaderamente humano: luz, tierra, semilla,
espera, palabra y celebración, don de la
ebriedad.
Dicen que somos un complejísimo
entramado orgánico que funciona gracias a reacciones bioquímicas, cuya
precisión y precario equilibrio cada día me sorprenden más. Me resisto a creer
que sólo seamos eso, por muy ininteligible y milagroso que sea. Quiero creer
que además de todo ese magma de átomos (que se enlazan formando moléculas, células,
hormonas…) en continuo funcionamiento armónico —lo que me parece el mayor de
los milagros—, hay algo inescrutable para la ciencia, algo que no se puede
explicar —y entender— sólo con reacciones eléctricas, bioquímicas o químicas. O
quizá no, quizá todo se reduzca a ese tipo de respuestas, incluso en los instantes
más sublimes.
No me importa mucho, la
verdad; fuere como fuere, a la postre, pocas reacciones cambian, aunque las
causas que las provocan o las razones que las explican no sean exactamente como
las hayamos ideado o imaginado; mejor dicho, pocas deberían cambiar.
Pero lo mejor de esta
recomendación médica es que me queda la satisfacción de que mi intuición
o el sentido común es una estupenda brújula, si es que se le deja trabajar un
poco y luego se actúa con coherencia.
Todo ello a sabiendas de
que nada es inmutable o imperecedero.
Aunque soñemos lo contrario, al menos lo
que llamamos cuerpo, es tan frágil y tan efímero como las hojas de árboles. Poco
más.
¿Y la vida eterna?
Mejor dejemos que tal asunto lo resuelva la eternidad.