Cómplices

Martes, 3 de julio de 2012


Que me acaben de recomendar vino y ejercicio (moderadamente en ambos casos, no nos extralimitemos) para conseguir que el colesterol (del bueno, dicen) aumente su presencia en la proporción de habitantes del organismo no deja de ser una suerte.
Y una metáfora.
Acercarme a la tierra, a su festival de vida, escuchar más y mejor los mensajes cifrados que van llegando desde el propio organismo.
Pertenezco al grupo de quienes opinan que las largas caminatas son una bendición, incluso para dejarse embaucar por algún verso que, de vez en cuando, me asalta desde el borde del sendero. También pertenezco a la facción convencida de quienes opinan que ante una copa (o un vaso) de vino, uno está más próximo a lo verdaderamente humano: luz, tierra, semilla, espera, palabra y celebración, don de la ebriedad.
Dicen que somos un complejísimo entramado orgánico que funciona gracias a reacciones bioquímicas, cuya precisión y precario equilibrio cada día me sorprenden más. Me resisto a creer que sólo seamos eso, por muy ininteligible y milagroso que sea. Quiero creer que además de todo ese magma de átomos (que se enlazan formando moléculas, células, hormonas…) en continuo funcionamiento armónico —lo que me parece el mayor de los milagros—, hay algo inescrutable para la ciencia, algo que no se puede explicar —y entender— sólo con reacciones eléctricas, bioquímicas o químicas. O quizá no, quizá todo se reduzca a ese tipo de respuestas, incluso en los instantes más sublimes.
No me importa mucho, la verdad; fuere como fuere, a la postre, pocas reacciones cambian, aunque las causas que las provocan o las razones que las explican no sean exactamente como las hayamos ideado o imaginado; mejor dicho, pocas deberían cambiar.
Pero lo mejor de esta recomendación médica es que me queda la satisfacción de que mi intuición o el sentido común es una estupenda brújula, si es que se le deja trabajar un poco y luego se actúa con coherencia.
Todo ello a sabiendas de que nada es inmutable o imperecedero. 
Aunque soñemos lo contrario, al menos lo que llamamos cuerpo, es tan frágil y tan efímero como las hojas de árboles. Poco más.
¿Y la vida eterna?
Mejor dejemos que tal asunto lo resuelva la eternidad.