Cómplices

Miércoles, 1 de agosto de 2012


Sin pretenderlo, pues no me considero masoquista, ni siquiera en la lejanía: odio el dolor o la injusticia o el sufrimiento o el miedo o la agonía o la enfermedad o la muerte —tanto propios como ajenos—, llevo una temporada embebido en estos sentimientos, en estas sensaciones.
Una especie de desasosiego se encaja en la sombra de mis latidos. Me lo han sembrado, me lo siembran a diario. Una porción es insoslayable, y a nadie se puede culpar de que la existencia recorra sus etapas del modo en que lo hace. Pero hay otra parte —no pequeña, pero sí menos intensa— que se allega a mí desde muy lejos. Alguien está descuajando la ilusión de muchos; alguien nos está enfrentando a la desolación, casi al expolio de lo que fuimos y aún somos; alguien está mellándonos para dar a quien más tiene y, además, causó todo el problema.
Pero a pesar de las apariencias, a pesar de las palabras, a pesar de los versos (que son mucho más que palabras), dentro de mí siento la vida, siento su potencia, aunque sea vida en estado de hibernación —curiosa paradoja al inicio de agosto—. Quizá por ello, porque a pesar del estiaje el arroyo continúa siendo cauce de agua, es por lo que tanto hablo (o escribo) sobre el dolor, la injusticia, el sufrimiento, el miedo, la agonía, la enfermedad o la muerte. Hablo (y escribo) porque uno de los mayores triunfos del mal es que permanezca escondido, como agazapado.
Quines dirigen los destinos del planeta —además de intentar expoliarnos a diario el aroma del pan— pretenden ocultarnos todo cuanto destruye al ser humano. Han logrado llevarnos a la infancia colectiva, en el peor de los sentidos. Han hecho posible que nos tapemos los ojos con las manos y que nos creamos  que los demás no nos ven: si no miramos, si nos tapamos los ojos, el mal no existe. Alejamos de nuestra pulso cotidiano cualquier referencia al dolor; silencian las injusticias que sufre el mundo; la muerte es tratada como quien se refiere a una de las mayores obscenidades posibles.
Pudiera ser que las intenciones que empujan a actuar de este modo sean loables, pues quizá se pretenda evitar inútiles sufrimientos. Sin embargo, a la larga —me parece—, el efecto es pernicioso, pues se produce una consecuencia perversa. Cuando llega el dolor o la enfermedad o la muerte o el sufrimiento que les acompaña, entonces el daño es más feroz, más intenso, más demoledor, casi definitivo, porque no nos hemos preparado, porque somos una especie de territorio virgen, como una plancha de cera intacta.
Sin embargo, cuando uno abre los ojos (aunque nunca los abra del todo, aunque nunca vea todo —ni siquiera una parte importante—), se da cuenta que el mundo está lleno de todo: alegría y tristeza, gozo y sufrimiento, bienestar y dolor, salud y enfermedad, vida y muerte, amor y odio. Ya sé que todo el mundo lo sabe, que todo el mundo tiene claro que la vida siempre acaba, etcétera, etcétera… Sin embargo, cuando llega el momento en el que las pupilas no se pueden desviar, cuando se trata de un momento inexorable, esas reacciones no se acomodan del todo a la teoría previa, al conocimiento.