Tengo la ventana abierta a la brisa aún fresquita de la mañana
revestida de cristal. Hace diecinueve años, era la misma claridad transparente
la que temblaba en el frío de un día nuevo. Nuevo en todos los sentidos, porque
había una vida nueva entre nosotros. Lo más probable es que hubiera muchas,
como cada día que amanece, desde que el mundo es mundo; pero esta vida nos la
habían entregado o había llegado hasta nosotros, era nuestra responsabilidad y
nuestro nuevo gozo, nuestro deber, sí, pero sobre todo un nuevo horizonte. Pero
hace diecinueve años yo sabía (con la contundencia con que algunas premociones
toman cuerpo en nuestro espíritu) que comenzaba el penúltimo capítulo de una
historia. [Posteriormente el último capítulo fue más largo, más doloroso, más
cruel. El autor se enfangó en andurriales y vericuetos que casi eternizaron el
argumento y que a punto estuvieron de hacerlo embarrancar y convertirlo en una
suerte de sinfín incansable. Pero esto es otro tema, que nada tiene que ver con
esta evocación].
Su nacimiento no fue una sorpresa, como es obvio, pero hasta la
madrugada de temperaturas otoñales no se hizo visible su cuerpecín rebosante de
vida inquieta desde ese mismo momento.
Empecé a comprender en esos primeros minutos de su existencia
fuera del útero materno, que el ser humano tiende a construirse andariveles con
cada experiencia novedosa, para que posteriormente sirvan como guía o faro
cuando la propia vida te pone ante una situación semejante.
Y es un grave error. Algo así como pretender que porque se ha leído
un libro, todos los libros son el mismo libro.
Por suerte, me di cuenta desde el primer momento que lo único que
me iba a servir era la parte mecánica del aprendizaje previo con su hermana. Todo
lo demás, por suerte, iba a ser nuevo. Tendía, no obstante, a comparar cada
momento —sobre todo aquellos iniciales— con los primeros instantes de la otra
vida. Y tendía a hacer lo mismo, al menos aquello que había funcionado con su
hermana.
Comparaba.
Siempre comparando. Siempre estableciendo absurdos paralelismos
que, en el fondo, únicamente servían para equivocarme (en el mejor de los
casos) o para exasperar a esa criatura que desde el primer momento demostró que
ella era ella, y no una versión de su hermana rejuvenecida un par de años, por
más que se parecieran tanto.
Creo que me costó algunas semanas comprender algo tan sencillo y
tan elemental. Sin duda es más cómodo repetir lo que ya se ha aprendido,
aquello que te ofrece la seguridad o la ausencia de riesgo; pero por mucho que
la mecánica sea la misma, todo fue diferente. Pronto, por suerte para mí,
comprendí que ser padre de dos hijas, no es lo mismo que leer el mismo libro
dos veces.
Claro que es imposible —metafísicamente— que ella lo hubiera
permitido, desde casi los primeros días.