La realidad, como una apisonadora,
continúa a lo suyo. Unos parecemos ocupar el lugar reservado al público, meros
espectadores de una farsa que no nos afecta en nada, mientras comentamos —en
voz más bien baja— los pormenores que van colocando ante nuestros ojos.
Ese es el error.
Nos han hecho creer que no
somos los protagonistas de la escena, de una parte de un determinado acto de la
función.
Al final de nuestra
interpretación coincidiremos en los camerinos con quienes ostentaban los
papeles estelares —o así creían ellos— y saldremos juntos del teatro, cada uno
a nuestros asuntos.