Cómplices

Martes, 21 de agosto de 2012


Felicidad es una de esas palabras (como Dios, amor, eternidad, infinito, humildad, valentía, generosidad…) demasiado grandes que, sin embargo, se usan como si fuera calderilla. Tanto, que a veces es usada como anzuelo en la publicidad de objetos que tienen que ver con la automoción, o con la cosmética.
Alguien en alguna ocasión sostuvo —y desde entonces se acepta sin más— que la felicidad es la aspiración máxima del ser humano, de cualquier ser humano, en definitiva, la felicidad es lo que da sentido y plenitud a la existencia. Es probable que así sea, al menos desde cierto punto de vista… El problema, o el comienzo del problema, consiste en determinar qué es la felicidad y cómo se acerca uno a ella.
Y como ocurre con las grandes palabras (no hace falta repetir la enumeración de más arriba) es casi imposible una sola respuesta o una sola propuesta. Todo se llena de posibilidades, matices. Al final queda en los ánimos mucha confusión, y la intuición de que (como ocurre con las grandes palabras), más bien tiene que ver con un ir haciendo que con un ya existe. Unos la sitúan en un lugar, otros en otro, otros en ningún sitio. Para unos tiene que ver con lo material, para otros con lo inmaterial, para otros con ambas cosas. Para unos es algo personal, para otros sólo puede ser colectiva y para otros lo uno va ligado indisolublemente a lo otro. Para unos es algo que se perdió y hay que recuperar, para otros es una tarea que no concluye, para otros, simplemente, es un invento surgido de la mente de quienes pretenden llenar de opio las entendederas poco dadas a realizar esfuerzos individuales.
¿Si no nos ponemos de acuerdo ni siquiera en lo esencial, no será que la felicidad no existe? ¿O será, más bien, que resulta inalcanzable y a lo máximo que se puede llegar es a un estado o situación que —según cada quien— se aproxime más o menos al concepto teórico?
Demasiado complicado. Demasiado ideal, por tanto de algún modo irreal.  Aunque, pensándolo mejor, para Platón sería lo contrario: si es ideal, existe, por cuanto sólo existe aquello que previamente se ha idealizado.
Uno llega a la conclusión de que el término felicidad forma parte de esas grandes palabras que, como una cordillera llena de altos picos, son el paisaje del horizonte lejano del ser humano tomado individuo a individuo, o considerándolo inserto en grupos más o menos numerosos.
Uno, que tiene poco de original, intuye, sin embargo, que la felicidad, no es un punto más o menos alejado hacia el que se camina, sino que, además, es, y sobre todo, una forma de acercarse. Quiero decir que no se puede llegar a ese lugar de cualquier modo. Y uno, que tiene poco de original —repito—, barrunta que el primer paso de ese proceso tiene que ver con aprender a convivir con quien uno es, no con quien uno quisiera ser, ni con quien dicen que uno es, ni siquiera con quien uno supone ser.
La sinceridad radical con uno mismo—o sea la que está en la raíz— es, entonces, el primer escalón de ese proceso. Es decir, para alcanzar esa meta, antes de marchar hacia el frente, hay que descender al subsuelo de uno mismo. Sinceridad radical quiere decir, primero, conocerse a sí mismo, saberse a sí mismo. Sinceridad radical no quiere decir autoflagelación, ni siquiera desprecio. Sinceridad radical, probablemente, sea tan sencillo como un gesto afirmativo asumiendo que un templo de mármol no se puede construir si no hay mármol, que sólo con adobes es difícil levantar una catedral y suponiendo que se consiguiera es imposible que se mantenga en pie durante mucho tiempo, que si uno es un junco de ribera, no puede aspirar a ser ciprés. Y esto no es resignación (otra de las palabras que más contenido opiáceo almacena en su interior). Y digo que no es resignación, porque la resignación es estéril y deja yermo aquello que pudo y debió ser vergel.
Conocerse y aceptarse es el primer paso, no para tumbarse, sino para avanzar al ritmo que se pueda avanzar. Porque, y esto es perfectamente demostrable, no se llega más lejos por ir más deprisa, sino —en todo caso— se llega antes. Al contrario, cuando uno avanza al ritmo que puede soportar sin agobios, normalmente la distancia recorrida es mayor de la esperada.
Los maestros saben bien de lo que hablo.