Preguntas con los ojos, pues tus labios riman con el silencio (¿un silencio de miedo o de incomprensión?). Preguntas —o me pregunto— por qué
escribes, por qué dedicas tanto tiempo a esta tarea que desarbola tantas cosas
de la existencia, a esta labor que no te reporta nada, a esta ocupación que te
aleja.
La respuesta es tan
improbable que se asemeja a otra pregunta. Una contestación que apenas se
distingue de la duda en la sutil variación de su melodía, en que no hay hendidura
entre dos palabras, en que la tilde de la última letra ha desaparecido.
Podría contestar(me) bien
con otras interrogaciones, bien con una afirmación cuyo tono tiene que ver con
la resignación o con un sencillo acto que acoge la esencia a pesar de su peso, insoportable
y desconocido.
Y hoy —o ahora— te respondo
—me respondo—: escribo porque amanece, porque respiro, porque vivo, es decir
porque busco, porque viajo ese viaje cuyo final no importa, pues sólo vale el
propio viaje, al fin y al cabo su destino ya está escrito. Un periplo de duración indeterminada, al menos indeterminada para mí.
Aunque quizá conviniera matizar: no
es un simple viaje, sino una expedición a un territorio cuyos mapas están aún
por trazar. No sólo Livingstone tiene derecho a buscar las fuentes del Nilo.
Probablemente
cada hombre ha de explorar un territorio para, al menos, acercarse al hontanar
donde mana su río. Es verdad lo que escribió el poeta palentino, acerca
del río y la vida, del mar y la muerte; pero quizá no sea mentira que lo que importa
es marchar curso arriba, camino de la fuente.
O no, quién sabe. Quizá mejor
dejarlo aquí y responder sólo que escribo porque amanece, porque respiro, porque busco,
porque si no…