Quizá alguien
suponga que los lectores de determinados géneros literarios sean menos
exigentes que otros respecto de la calidad del idioma en que el autor escribe
sus historias. Sin embargo, uno duda mucho que un escritor de reconocido
prestigio internacional fuese poco cuidadoso con su propio idioma el día en que
publicaba sus obras.
Atraído por cierto comentario sobre una novela norteamericana,
acudí ayer mismo a la biblioteca. Encontré la novela y me la traje a casa. El
ejemplar está editado y traducido en España en 1990. Anoche mismo decidí
comenzar su lectura. El sueño y el cansancio del día comenzaban a abrazarme
peligrosamente, así que no era cuestión de continuar con otra lectura más
sesuda que también comencé ayer, y que también se corresponde a un libro
prestado en la biblioteca, en este caso una antología poética. Destaco estas
condiciones, porque normalmente mi atención ha disminuido las alertas básicas y
me pasan mucho más desapercibidos los detalles y me cuesta más trabajo
centrarme en algunos aspectos.
Pues bien, desde los primeros renglones, la lectura de esta novela
me pareció un mal ejercicio de redacción escolar. Y no tengo dudas de que esa
sensación no tiene sus fuentes en el manantial donde brotó, sino que, más bien
—estoy convencido por algunos detalles—, se trata de una contaminación causada
río abajo. Desde el primer párrafo, la lectura se convirtió en una especie de
continuo trastabillar, como si transitara por renglones minados de obstáculos.
El traductor, en este caso concreto, ha sido verdadero traidor. El
traductor, más que nunca, ha despreciado con total impunidad su trabajo, la
novela y nuestro idioma, y lo ha hecho con cómplices, puesto que una editorial
de prestigio y largo recorrido sancionó su tarea al publicar el texto.
A veces me parecía estar leyendo traslaciones directas del inglés
al español realizadas por una de esas máquinas informáticas destinadas a una
supuesta traducción, ésas que sólo se limitan a convertir las palabras del
idioma original en palabras escritas en el idioma de destino, imposibilitadas
para advertir los matices y adaptarse a las particularidades gramáticas y
sintácticas de cada idioma, precisamente por la propia esencia artificial de
sus mecanismos. Por suerte se ha salvado el mínimo exigible, ya que el noventa
por ciento de los casos, las frases son comprensibles, y uno acaba por entender
el sentido de lo que lee.
Traducir un texto, mucho más si es literario, no es sólo —a mi
modo de ver— transformar en castellano palabras inglesas. Mis conocimientos del
inglés son muy rudimentarios, tan elementales que se podrían decir nulos, sin
embargo soy capaz de decir que —hablando de un sofá— jamás debiera leerse ‘verde fuerte’,
en todo caso, se me ocurre, por ejemplo, ‘verde intenso’ o algo más coloquial,
aunque probablemente poco adecuado también, ‘verde chillón’. ¿Las páginas de un
periódico dedicadas a los personajes populares de una localidad se llaman
'Sociales''? ¿No sería mejor algo así como crónica social o Sociedad o algo por
el estilo?
Se puede leer:
[…] Cuando me fui me agradeció de nuevo, pero de forma que
pareciera que no consideraba que yo hubiera escalado una montaña por él, pero
tampoco como si se tratara de una cosa sin importancia alguna. […]
Aunque uno no tenga acceso al texto original, me parece que podría
quedar más claro de otro modo:
[…] Cuando me fui, me dio las gracias de nuevo, pero de forma que
pareciera que no consideraba que yo hubiera escalado una montaña por él, sino
como si se tratara de algo sin importancia. […]
Podría abrir el ejemplar al azar y encontrar más ejemplos que, al
final, sólo consiguen entorpecer la lectura y convertir una novela de un autor
clásico de la novela negra, en un ejercicio de redacción de un alumno poco
estimable en su estilo y con muy buenas ideas.
Quien tradujera al castellano una novela escrita en inglés (no
estoy hablando de un idioma minoritario, casi desaparecido y escasamente
hablado en el mundo), debería culminar su tarea —como hacen la mayoría de
traductores—, proponiendo al lector una novela en español. Creo que el
traductor no es alguien que versiona libremente un texto, pero tampoco es
alguien que se limita a la literalidad absoluta de las palabras, sobre todo
cuando tal literalidad afecta al sentido del mensaje en la lengua a la que éste
se vierte. Digamos que estos serían los límites que nunca debe traspasar. Bajo
mi opinión el traductor ha de esforzarse en dotar de aire literario a lo que es
una obra literaria, porque en la tarea de traducir —me parece— ha de figurar también trasladar el tono, el aire, la atmósfera de la obra, esas particularidades
intangibles con las que el autor ha vestido su texto y que, muy probablemente,
son las que le confieren la categoría de literaria, y no de mero ejercicio
escolar, aunque éste sea muy estimable.
Supongo que semejante modo de trabajar por parte de las
editoriales ya no será moneda de cambio. Me extraña, incluso, que hace
veintidós años —estamos hablando de 1990— se pudieran deslizar chapuzas de este
calibre. A estas alturas es de suponer que las editoriales saben que los
lectores de novela negra, son, ante todo, lectores y merecen un respeto, como
lo merecen el inglés, el español, la novela y el imprescindible oficio de
traductor.
Y, repito, no es una edición marginal realizada por un estudiante
de inglés sobre un texto hermético y lleno de
tecnicismos sobre una materia casi desconocida que se debe a un autor minoritario.
Si no me falla la memoria, creo que hasta existe versión
cinematográfica de esta obra; y, muy probablemente, hasta la he llegado a ver
en una ocasión.