Cómplices

Domingo, 26 de agosto de 2012


La tarde del viernes me acerqué a la librería anexa a la Casa de Antonio Machado. Andaba buscando un texto en prosa del poeta, “Reflexiones sobre la lírica” que sirvió de comentario publicado por la Revista de Occidente en 1925 al libro de poemas “Colección”, poemario escrito por Moreno Villa.
Entrar en esta librería de viejo y charlar con César es uno de los pequeños placeres ocultos que depara esta ciudad y que acaso conozcan mejor que los segovianos, muchos foráneos. La abigarrada disposición de los viejos volúmenes que ocupan su escaso espacio, la iluminación casi declinante del atardecer, la algarabía de títulos y nombres que escuchaban mis ojos al acariciar sus lomos mi mirada, me hicieron reflexionar, nuevamente, sobre una cuestión que me viene persiguiendo desde hace muchísimo tiempo.
Vivimos un tiempo en que todo lo que sucede, lo que importa, lo determinante, parece obra exclusiva de esta generación. Supongo que es una sensación cosida con poderosa urdimbre al tejido del ser humano de cualquier época.
El presente es el único tiempo real, puesto que es el único que se vive, pero en ocasiones deberíamos tener la suficiente humildad como para reconocer que antes hubo muchos (¿cuántos?) presentes que, además, no fueron tiempos hueros, sino que dieron sus frutos, muchos de los cuales fueron apetitosos, dulces al paladar, nutritivos para el organismo de la humanidad completa, también la que compondría ese porvenir aún no llegado, aquel porvenir de entonces que quizá sea nuestro presente.
Esta época nuestra —tan convencida con razón de sus avances en tantos y tantos campos del saber y de la ciencia—, sin embargo, peca en demasía de un orgullo poco menos que adolescente. Como el joven cree que sus mayores poco o nada pueden enseñarle de la vida, así parece que funciona esta civilización nuestra. En ese sentido uno tiene la impresión —ojalá sea errónea— de que nuestro tiempo ha involucionado. No debe ser cosa sana que una cultura con tantos siglos a cuestas, viva como púber sin apenas pasado.
Al leer textos del ayer, se percibe de inmediato que quienes nos precedieron eran más conscientes que nosotros mismos de la deuda contraída con los saberes pretéritos.
Quizá en este punto se deba alzar con firmeza el dedo acusador contra un sistema educativo tan zafio y ruin con las humanidades, esa árbol del jardín común donde uno puede recibir la sombra que le proporcionan conocimientos tan poco útiles o prácticos como la historia, la filosofía, el arte, la literatura…
Es demasiado frecuente escuchar entre padres, alumnos e incluso docentes —lo cual es aberrante— una pregunta capciosa, ¿para qué sirve estudiar, por ejemplo, historia del arte?
Quizá la respuesta más simple debiera ser algo así como, para no perder el tiempo en cuestiones que otros ya descubrieron o vivieron o pensaron.
Uno tiene la impresión de que estos tiempos corren veloces, pero sus pies son demasiado frágiles. El desdén con el que se contemplan los tiempos del pasado (cuanto más alejados, más desdén), no sólo es síntoma de brutal miopía, sino un grave error que terminará por volverse en nuestra contra.
Por suerte aún restan entre nosotros muchos que se percatan a diario de semejante imperio de la ignorancia que, además —me temo—, no es inocente, pues allá donde abunda el no saber, crece la manipulación y se estrecha la libertad, porque el miedo suele ser compañero inseparable del ignorar.
Cualquiera entiende que los edificios, cuanto más altos y más voluminosos, necesitan cimientos más sólidos y hondos. Creo que el edificio de esta civilización es hermoso, alto, luminoso, de amplios volúmenes, por tanto necesita de esos cimientos hondos, robustos, bien asentados. A mi modo de ver —¿estaré equivocado?—, esta base ha de constituirse sobre aquellos tiempos que también fueron presente. Un presente que, por cierto, fue tan efímero y pasajero como lo será el nuestro.
Suelo hablar (y no sé si está bien citarme) de una cadena de infinitos eslabones. Una cadena que, acaso, se inició en la prehistoria, con aquellos primeros seres humanos que vivieron su presente y aportaron cosas como el fuego, la siembra, la rueda, los primeros remedios contra enfermedades o heridas, las primeras representaciones de la naturaleza, las iniciales reflexiones que explicaban nuestra esencia…, aquéllos que primero se preguntaron —y respondieron— quiénes somos, de dónde venimos, cuál es nuestro destino.
Sí, tengo conciencia plena de que mi originalidad como individuo irrepetible, sólo puede alcanzar plenitud en el arraigo a quienes me precedieron en este tránsito a veces tan doloroso y acuciante.
Escribí en cierta ocasión un poema que pretendía reflexionar sobre estas cuestiones, un poema que transcribo y que nació impulsado por un verso de Ángel González, el viaje milenario de mi carne, transcrito en cursiva al inicio de la última estrofa, como no podía ser de otro modo:
No es mi palabra propiedad privada
sino aluvión de sangre que me inunda,
abrasando mi entraña, mi mano y mi quejido,
moliendo el corazón y sus latidos.
Estos no son mis versos, ni mis lágrimas,
soy eslabón por donde cruza el tiempo,
y es mi labor morir en la cadena
sin fracturar la esencia de los martes.
Mi verso dinamita el oropel
de quien aún trafica con los sueños.
Aunque vuestro silencio me dispare,
lucharé por tejer esencia y noche
de las manos que lloran sangre y miedo.
Aún no comprendéis la asfixia, el llanto
de un planeta que hiede a muerte próxima;
aún no vislumbráis la sima abierta
ante nuestras pupilas sin mirada.
Será un alud de carne humana en grito,
será el final de las sonrisas.
El viaje milenario de mi carne,
ese periplo abierto junto a playas
donde la ameba se hizo labio y beso,
llega al final abrupto de una fosa
común, donde el olvido cubrirá
nuestro despojo helado sin caricia.
Al fin este es nuestro camino, como individuos y como especie, y esta aventura —de la que formamos parte— se inició cuando la célula primigenia, la ameba del poema, saltó del mar a la tierra y terminó por convertir en beso el eterno gesto de la cópula.
Cuando abandoné la librería, no llevaba el texto machadiano —aún lo busco—, pero en las manos llevaba un hermoso regalo que me había hecho César: unos cuantos ejemplares de la revista literaria Manantial editada en esta ciudad durante 1928 y 1929 en su primera época, que da muestra de las viejas inquietudes que latían dentro de los muros de Segovia que, aparentemente, dormía el sueño del olvido arropada por el cobertor de la ignorancia. Sin embargo, en en sus primeros números aparecieran textos, entre otros, de Antonio Machado, Baroja, Unamuno, Giménez Caballero, Giner de los Ríos, Mariano Grau, Julián María Otero, Ramón Gómez de la Serna, María Zambrano, Alfredo Marqueríe, Benjamín Jarnés, Luis Martín García Marcos, Manuel Machado, Gerardo Diego, Juan López de Ayala (Marqués de Lozoya), Ernestina de Chaumpourcín…
¿Para qué seguir?
El pasado, más que sombra que nos preceda, debería ser faro que nos guíe.