Como cada amanecida, el sol
contempla a la criatura encorvada sobre sí misma. Dicen que se llama Sísifo.
Dicen. Para el sol lo mismo da un nombre que otro nombre, u otro. Es una
criatura quien, antes de encorvarse y cargar de nuevo la piedra sobre sus hombros —como cada día— , ha girado levemente la cabeza, ha mirado hacia el lugar
donde brotaba el resplandor, y cuando esa primera caricia de claridad ha
provocado el primer jirón en la espesura de lo oscuro, ha contemplado la roca
que ha dormido junto a él.
No ha sido de odio su
mirar, ni siquiera de pesadumbre. Sí, quizá, pudiera haber un poso de duda,
como un misterio que aleteara allá dentro: ¿Qué sentido tiene acarrear este
peso hasta lo alto, si al llegar a la cumbre, un dedo inextricable hará que la
piedra rueda cuesta abajo, un día sí, y otro también, sin pausa ni cansancio?
A veces siente, allá en lo
alto, que el dedo quisiera interrogarle; en otras ocasiones presiente un grito
de maledicencia; otros días acaso intuya una duda, como si el dedo del dios se estuviese
planteando no arrebatarle la piedra de los hombros, no hacer que ruede y ruede
hasta los pies del monte; incluso, a veces, ha intuido una sonrisa como una alfombra de benevolencia y ternura. Pero al final no pasa nada, la piedra rueda, rueda,
rueda hacia la profundidad.
¿Y la piedra?
Ahora el sol se fija en la
piedra que cada día arrumba el espaldar de la criatura y le atormenta hasta el
agobio; esa piedra que en cada descenso, sin embargo, va perdiendo algo de
materia. Recuerda el sol que primero fueron algunos salientes puntiagudos,
después se fueron rebajando los bordes como cuchillas de las aristas milímetro a milímetro, día tras día. La
criatura quizá perciba que, después de tanto tiempo, la roca es más llevadera,
como si pesara menos, o como si se amoldase mejor a la propia hechura de sus
hombros, o como si la costumbre aliviase ese esfuerzo perenne.
Mañana, o cualquier día —el
sol lo sabe—, la criatura no se habrá cobijado al abrigo de la madrugada ni
buscará la roca a la hora de la alborada. Mañana, o cualquier día, la criatura no habrá
descendido de la cumbre tras la piedra, pues al fin, la piedra habrá sido
ubicada en su lugar.
Todo se habrá cumplido.