Mediados los Juegos Olímpicos
londinenses, uno empieza a intuir que ellos permanecerán y continuarán
devorando ilusiones. Incluso quienes hoy son exitosos portadores de preseas,
mañana serán un nombre en una lista fría que muy pocos consultarán de vez en
cuando, acaso cada cuatro años, cuando tengan que documentarse para informar
sobre anteriores competiciones olímpicas.
Cuando escucho a los
comentaristas —perfectamente documentados, tal y como exige su profesión—, me doy
cuenta de que, salvo puntuales detalles, todo lo sucedido hasta ahora de
anteriores Juegos no está en mi memoria. Que no almacene acontecimientos a
los que nunca presté atención, forma parte de la lógica, mejor dicho, de la
obviedad; pero que algunos hechos sobre en los que su día me fijé no sean nada,
viene a confirmar lo que digo.
Y es que, en el fondo, como
a la inmensa mayoría, no me interesa tanto el deporte como la competición; más
aún, salvo en el caso de los grandes iconos o protagonistas universales, sólo
interesa el resultado de una competición cuando ésta afecta de algún modo a quienes,
supuestamente, te representan, puesto que representan a la misma nación a la
que perteneces. Cierto es que el diseño de
los Juegos se basa en eso, precisamente, en la agrupación de los deportistas
por delegaciones que se corresponden con los comités olímpicos formados en la
mayoría de naciones reconocidas por la ONU. Por tanto, y desde la lógica
interna de los Juegos, tampoco es descabellada semejante actitud.
Desconozco qué talantes
habrá en otras naciones respecto de este asunto, aunque imagino que no serán
muy diferentes de los de España. Al fin y al cabo, todos estamos cortados por
un rasero similar. Pero no termino de entender, o creo que no conduce a casi
nada, este afán resultadista que inunda los medios de comunicación y, por
tanto, las tertulias incluso de cafetería. Sólo importa —suponiendo que importe—
vencer o, como mucho, llegar a la consolación de una medalla. Dicho de otro modo. Los
Juegos no son una exaltación del deporte, sino de la competición y, dentro de
ella, de sus vencedores. Como a lo largo de la historia de la humanidad, sólo
importa quien vence.
Supongamos, por ejemplo, el
caso del joven marchador Miguel Ángel López que ayer consiguió el diploma olímpico
merced al quinto puesto en los veinte kilómetros de su especialidad, una de las
que, en atletismo, más medallas ha dado al exiguo cofre de metales español. El
bronce se le quedó a veinticuatro segundos, y estuvo a tres segundos de haber concluido
un peldaño por debajo.
Este trabajo pasará
desapercibido para la inmensa mayoría de los españoles. Para quienes siguen con
más atención la evolución de esta competencia con tintes de gigantismo
planetario, quizá tendrán alguna referencia, poco más de la que acabo de
apuntar. La prensa especializada podrá valorar mucho mejor la tarea de este murciano
que, sin embargo, será perfectamente nula para el resto de periodistas del
resto del mundo que, cuando se les pase el deslumbramiento producido por la última
medalla de oro de Michael Phelps y los éxitos de los británicos en el Estadio
Olímpico (heptalón femenino, longitud masculina y diez mil metros lisos
masculinos), recordarán, acaso, al atleta chino vencedor de esta dura prueba. Es
probable que la Federación Española de Atletismo tenga en cuenta su meritoria actuación
y valore como merece su progresión.
Pero muy pocos conocen el proceso que ha culminado —de momento— en la carrera de ayer. Sólo él sabe los
esfuerzos y privaciones que le han traído hasta aquí, para conseguir lo que ha
logrado: un diploma olímpico que no recordaremos, salvo él, su entorno y una fría
lista escondida en una fronda inextricable.
Los JJOO. son un espejo de
nuestro modo de ser, como sucede con el resto de acontecimientos organizados
por el propio ser humano.
Teóricamente nacieron para
exaltar algunos valores intrínsecos del deporte que nos tornan mejores. Sin
embargo, en su propio embrión guarda la simiente de lo contrario. Se acuñó el
famoso lema, ‘lo importante es participar’,
pero a la vez está escrito: ‘más alto, más
fuerte, más lejos’. En teoría —o eso se nos hace creer— se trata de un afán
constante por mejorar uno mismo; pero la realidad sostiene algo bien distinto: no es sólo competir contra uno mismo, sino, y sobre todo, de vencer a
cuantos más mejor, y si es a todos los demás, se habrá obtenido la excelencia,
o sea el verdadero objetivo: la medalla de oro recibida sobre lo más alto del pódium,
el himno, la bandera… Es la máxima expresión de la cultura del éxito… ¿Cuántos
españoles hemos asistido a la final del torneo de badminton? ¿Y si por un
casual un representante de la delegación española hubiera avanzado en el
cuadro, cuántos seríamos ya expertos en este deporte?
Quizá no pueda ser de otro
modo, porque entonces dejaríamos de ser humanos, y el homo sapiens —como parte
de una naturaleza en constante evolución— no puede dejar de competir. Y competir
no es otra cosa que vencer, porque no vencer significa ser derrotado.
Pero, aunque esto no se
pueda obviar, por más utópico que uno sea, sigo pensando que debería valorarse
también todo el camino que conduce a la cima. O dicho de otro modo, que el
discurso imperante anude a sus párrafos, como esencia del equipaje
imprescindible del camino, las referencias suficientes al esfuerzo y al
sacrificio necesarios para llegar hasta la cumbre. Alcanzar la excelencia en cualquier
ámbito es sinónimo de privación en la mayoría del resto de cosas. Y no sólo
eso, tanta privación no asegura la victoria. Para llegar a la cumbre es
imprescindible que muchos se queden en el camino. Por ejemplo, y ya que lo he
citado y que todo el mundo habla hoy de él, ¿cuántos nadadores han competido
contra Phelps y han sido derrotados por su brazada poderosa y casi invencible, para
que el de Baltimore haya alcanzado un lugar inasequible al resto de la humanidad?
No me refiero ahora a sus oponentes en campeonatos mundiales u olímpicos, sino
a aquellos jóvenes estadounidenses que compartieron piscina y largas horas de
entrenamiento. Y aunque nadie se acuerde de ellos, sin ellos Phelps no estaría
donde está, junto a otro mito como Mark Spitz...
¿Quién recuerda a Mark Spitz, Múnich, el terror sembrado por los terroristas palestinos contra la delegación de Israel, el cuarto puesto de Mariano Haro en los diez mil metros lisos...?